El relato de un perro negro y siniestro: relato de Jonathan A. Hernández
De todos los atributos que podemos encontrar en los seres vivos, el talento artístico es el más profundo. Diría que, sin ánimo de socavar demasiado en un tema tan profundo, la capacidad creadora, así como esa tendencia a poblar las mentes de otros, son los trazos de la trascendencia.
Hay criaturas de toda clase, con características que las unen o separan entre sí, acaso los artistas verdaderos estamos separados del resto, el mundo real nos duele, el desencanto y la nostalgia son motores del génesis, desde lo sublime a lo decadente.
Yo soy un artista. No siempre fue así, tengo un origen más bien humilde, carezco de recuerdos formadores y mi impresión del mundo exterior es más bien aplastante. La miseria y la crueldad son dos cosas que suelen ir de la mano. Sobre todo, con la desventaja absoluta de mi estirpe. Sufrimos una suerte de atrofia respecto a hilvanar series de ideas esenciales. Una obnubilación, instinto meramente. Los pocos referentes que escapan a este fracaso impuesto por el hombre, han optado por los más diversos caminos. Unos, los más, han elegido la indigencia y el errar, aprendiendo cada particularidad de lo que los humanos llaman Mundo. Otros, los menos, han enloquecido.
Sí, también la locura es un mal que nos atañe. Los he visto, ladrando contra un cielo vacío, atacando a otros hermanos, a infantes. Convirtiéndose en verdaderas amenazas a donde quiera que vayan y como, finalmente, se les da muerte de alguna u otra manera. Como en un sistema inmune, son eliminados.
Como he mencionado, y sólo porque atañe al caso, mi origen fue humilde. Nací en un callejón oscuro, un escondrijo de mala muerte en la Ciudad. Mi madre se fue por unos momentos y jamás regresó. Aunque suene extraño, poseemos una gran memoria. Esos momentos quedan impresos en nuestro espíritu para siempre. Para bien, o para mal. En mi caso, puedo decir que mis primeros instantes en el mundo fueron más bien una tragedia. Mis hermanos, expuestos al frío y el hambre, fueron muriendo con el paso de la madrugada. Quedé solo, el más flaco y deforme, mi rosto es, como puedes ver, distinto al de los demás, soy una suerte de mancha oscura, y mis ojos, más insondables aún, parecieran ser dos vacíos antes que reflejar algo de vida. Este detalle, que para algunos es aterrador, pasó por alto a un vagabundo que, por ventura, pasó por aquel callejón, escuchando mi débil llanto, más próximo al infortunio y la cara negra de la muerte. Me tomó con sus manos y me dejó caer a un saco. Ignoro cuanto tiempo estuve ahí dentro, para mí, la existencia se había vuelto oscuridad, perdí la orientación y, a decir verdad, mi concepto del tiempo y el espacio se había fragmentado, como si fueran dos cosas que no tienen que ver entre sí y yo, un lamentable espectador, con la tarea imposible de unir ambas facciones. Hasta que fui puesto en una mesa sucia, con cristales y olores fuertes. Aquel hombre, el primero con el que me topaba, llevaba el rostro cubierto de pelo, sus hábitos y su olor se me figuraron a los de un monstruo antinatural, luego, conforme fue llenando una sucia tapa con leche, no pude evitar pensar que aquello no era más que una dolorosa transición; demasiado irrisorio para ser un humano, tal vez, y demasiado lejano de un perro. Los días siguientes a ese fui víctima de una misteriosa fiebre. Los estados febriles nos permiten ver entre líneas, así pues, a mi corta edad y pobre entendimiento, aquellas altas temperaturas, borraron los trazos que me separaban de aquel misterioso hombre y descubrí su locura.
Aunque, a decir verdad, poco preparado estaba ante tal suceso. La locura en este hombre era compleja, algo cercano a la genialidad. Este sujeto era pues, un artista. Uno poco exitoso e incomprendido. Vivía de extrañas representaciones teatrales, monólogos desde lo profundo y genial al más vil absurdo y, finalmente, de su arte vivíamos. La bondad en la ciudad es un suceso imposible. Unas cuantas monedas y nosotros teníamos la licencia invisible de seguir con vida. Macabros eran los lugares que este personaje frecuentaba, a donde quiera que fuese, yo lo acompañaba, a veces en libertad y otras atado. Un día ya no despertó. Yo era joven aún, pero había aprendido lo suficiente debido a dos sucesos de terrible importancia. La primera, que dos seres en el mismo sitio donde se ha implantado la muerte no pueden más que destruirse, así que, por brutal instinto, me vi en la necesidad de mordisquear a mi viejo amo para sobrevivir. Con dolor y ternura. Entendiendo que nada me sería fácil, nunca lo fue. La otra, después del milagro de mi fuga de aquel sitio, y más importante, que yo viviría del arte.
Pasé hambres y tempestades, maltrato, humillación. Mientras, mi dolida mente, elaboraba las representaciones con las que yo me abriría paso en el arte callejero. Me orientaba más en la escenificación, que consideraba, inocente como era pese a llevar horribles antecedentes, superior en todo sentido a las acrobacias y emulaciones del circo. Pero encontré un inconveniente imposible de sortear. Y es que, los seres humanos, son sensoriales en su mayoría, se fían mucho de los elementos de su cuerpo, de los símbolos autoimpuestos y poco basan su juicio en el entendimiento. Mi apariencia, negra y desaliñada, así como la forma de mi cuerpo y mi tamaño desmesurado, les trajo repulsión y fui señalado como una amenaza. A donde quiera que iba, recibí patadas, agua e improperios. Mi destino artístico estaba pues, destinado al fracaso por la incomprensión de las masas. Herido en el rostro, me oculté en un callejón destinado a la basura, a lo que los seres humanos ya no quieren con ellos. Al igual que mi origen, con la mitad del rostro quemado. Esperando la muerte, como quien espera a una vieja conocida. La calle es un entorno hostil, locos, perros callejeros, criminales de toda clase. Sindicatos dedicados a las más retorcidas profesiones, acordes a los matices de la noche. Grupos de perros desplazándose de un lado a otro, migrando a saber bajo que misteriosas circunstancias.
Incluso en ese mundo tan diluido, yo era un estorbo. Era temible para los estratos más bajos. Sumergido de lleno pues, en aquellas ambigüedades, podía distinguir detalles y trazos que, de un extremo a otro de las fronteras intangibles, son imposibles de ver. Los edificios y las personas pueden pasar desapercibidos para cualquiera, pero desde la calle, algo en ellos los delata, así pues, domicilios se vuelven monstruos por las noches, hombres y mujeres son una mentira, una calumnia dolorosa.
Una noche, una mujer ya entrada en años salió de la oscuridad y caminó a mí. Pese a los rumores de una terrorista de la especie dejando clavos y vidrios en trozos de carne con la intención de aniquilar a los perros, no temía. Ni ella a mí. Se plantó frente a mis patas y sin la menor delicadeza vertió el grasiento contenido de una olla y se fue. Naturalmente, no comí aquello de primera instancia, pero no tenía otra alternativa. Este complicado ritual se fue repitiendo noche tras noche hasta que, al mismo tiempo que las facciones de su rostro nebuloso se asentaban en mi golpeada memoria, se fue haciendo un vínculo. Uno nada convencional, por cierto, ya que a ella poco le interesaba congraciarse conmigo, diría más bien que su intención era perdonarse así misma por su oscuro pasado y yo era el vehículo de su mala redención.
Luego, pues, me llevó a su departamento. Dentro del más oscuro de los edificios. Me asignó un espacio y, débil como estaba, me coloqué ahí a la espera de algo. Tuve pesadillas, donde esos grupos de perros eran orquestas, circos, mafias, donde el departamento de aquella mujer era asediado por ellos y despertaba en medio de la noche ladrando con increíble violencia. Esto, lejos de ser patético, fue el inicio de mi arte.
La mujer, como era de esperar, acudía a cada horror nocturno que sufría, me daba agua y leves palmadas en la cabeza. Desconcertada, de cualquier manera, pues incluso yo mismo llegué a pensar que mi mente se había estropeado de manera irreversible. Las alucinaciones eran demasiado reales, voces, sombras, perros intermitentes, con el hocico ensangrentado y los ojos perdidos. Sobreviví a aquello. Sólo así, aquella mujer me puso un nombre; Marcel.
Cuando aquellas fiebres abandonaron mi sistema pude incorporarme y conocer el reducido espacio donde viviría. Mi tamaño era tal que tardé algunos días en aprender a girar mi cuerpo sin derribar nada. Mi anfitriona fue de lo más paciente. Descubrí, además, dos cosas fundamentales. La primera, que el edificio no permitía, de ninguna manera, perros. Y la segunda, aunque no en importancia, que la mujer no podía dormir. Sus ojos se iban de un lugar a otro, sin conciliar el sueño. Mucho me temía que, como yo, era una exiliada de la realidad.
Pero hubo un tercer descubrimiento, uno acaso en los linderos del milagro, del dictamen celestial, al menos, desde mi oscura perspectiva. Ella me temía. Desconozco sus motivos para permitirme la entrada a su hogar, pero el miedo era evidente. Y, francamente, aquello me pareció excepcional. Pues me fui haciendo un panorama de la locura de aquella mujer, que a veces se me presentaba como una inocente mujer, abandonada por el mundo y otras, como una criatura peligrosa. Sus llantos podían ser risas, su sonrisa podía ser una mueca de horror. En esta incertidumbre me vinieron a la mente viejos guiones y diálogos filosóficos, tan amados por mi primer dueño, donde se habla de dos facciones, antagonistas y complementarias, la dualidad, tan dispar en mi situación y por ende, la conciliación de ello debería ser algo tan semejante al arte. Admitámoslo, en cualquier momento de este camino febril hay que decir las cosas como son, era mi oportunidad, como arcilla, fui moldeando a aquella mujer, a veces, y como ensayo inicial, la animaba a salir al exterior, pero, una vez fuera, ladraba sin motivo alguno a las sombras y esto bastaba para batirnos en retirada. Sus nervios después de estos sucesos fabricados, se revelaban en pésimo estado. En ocasiones lo hacía incluso dentro de casa y ella desplegaba su repertorio de plegarias y suplicas. A veces decía que me amaba, y otras, que debió dejarme morir en aquel callejón. Reíamos.
La salud de aquella mujer empeoró con el paso del tiempo, y en un día, simplemente murió. Sobre la cama, sin un solo atisbo de quietud, y me pareció bella, como nunca lo fuera. Acaso también, he de aceptar, que reí como nunca antes lo había hecho, pues aquella estampa me recordaba, inevitablemente, a la escena de aquella comedia de Alarcón; La prueba de las promesas, sobre nigromancia. Para ese entonces, ya tenía definido mi accionar. Esta puerta podía, en teoría, abrirla a mi antojo, pues mi difunta compañera, por motivos que jamás comprenderé, elaboró un artilugio de telas para que yo pudiese cometer tal hazaña. Y el otro es que, en la posición que me encontraba de manera inicial, cuando el primer ser humano murió a esta, ya tenía bastante experiencia. Fui modelando, de manera simétrica y precisa, aquella carne pálida, haciendo cortes elegantes, trozos seccionados con un motivo, alineando los objetos que, en un inicio pudiera interpretarse arbitrariamente pero, de manera más profunda, aquello llevaba oscuramente a la risa, como seguramente pudieron comprobarlo los encargados del siniestro, sí, mi obra, que titulé “La irremediable comedia de la soledad”, no sería expuesta en ningún museo, ni sería recordada en costosos almanaques, mi nombre no figuraría, de forma alguna, en los registros de los grandes escultores. Pero la historia se encargaría de darme mi lugar. Salí pues, de aquel cuarto y me perdí en las calles. No pasó mucho para que la noticia apareciera en los diarios. Soy un lector voraz, y el encargado de aquella reseña me pareció una persona carente de toda profesionalidad pues, en un pésimo ejercicio de juicio, a sus ojos, aquello era obra de un asesino serial. Más como una muestra de sadismo que como una sátira a la sociedad. Una tragedia. Cosa que distaba en un extremo asombroso. Pues, sus ojos, de redactor mediocre, venido a menos, no supieron comprender mi mensaje. Que era, en realidad, una comedia.
La comedia es eso, de alguna manera ¿Lo sabes? Los diálogos son paralelos a la realidad, las situaciones, los personajes. En contraparte al ridículo sentimentalismo de la tragedia. El héroe trágico ha sido el motor que ha impulsado los peores desastres. No lo digo yo, un vil perro callejero, lo dice la historia. No es pues, el personaje trágico la respuesta a las preguntas del arte y la humanidad. Por el contrario, la comedia, señalada injustamente como simple enredo y necedad, muestra un matiz de caracterizaciones que, además de representarnos fielmente, nos desdibuja y nos muestra lo que hay en nuestro interior. Como seres mediocres, envidiosos, llenos de fracaso y ambición, y he ahí, hermano, que surge el personaje cómico, aquel que en los guiones lleva, como un lastre o un tumor, la palabra gracioso a un lado. Un simple bufón a los ojos de cualquier ser grave que busca arte trascendental, un nostálgico de la tragedia. Pero, como dije, el gracioso es un personaje siniestro, pues está en ambos lados de la realidad, la de todos durante la puesta en escena, y la otra, la que le permite ser una suerte de pensador omnipotente y omnipresente, la sonrisa maliciosa del que no puede ser engañado, del que nos enfrenta y, pese a las muecas de incertidumbre, se ríe, esa es pues, mi arte, el perro recogido de la calle, el enredo, la sátira social. Soy un comediante, Marcel, gracioso. El último de mi especie.
Jonathan A. Hernández (Zapotlán el Grande, México, 1988) Médico por la universidad de Guadalajara, escritor de diversos géneros literarios, desde el terror y la novela negra hasta el absurdo y la sátira, colabora como escritor y editor en Austrobórea editores, Chile, publicó "La Ópera de la carne" (Electrodependiente, Bolivia, 2018, Cathartes editores, Chile, 2018) Antólogo en "El Foso, Historias desde el abismo" (Austrobórea editores, 2018), antologado en "Chile del Terror III, Mare Monstrum" (Austrobórea, 2017) Antologado en "El Monstruo era el humano" (Editorial Cthulhu, 2018, Perú) Antologado en "Cartulario, muestra de letras zapotlenses" (Puerta abierta editores, Zapotlán el Grande, 2018) Así como relatos publicados en la revista Valdivia Críptica, Chile (Números 2 y 3) Así como relatos publicados en la Taberna de Innsmouth (Números 1 y 2 de Cathartes ediciones, Chile).