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Me harás una calaca: relato de Fabiola Morales Franco


José Benavides.


—Vino a verme tres días antes de que yo marchara a París— le dije a Mariela ni bien subimos al autobús que nos sacaría del aeropuerto para dejarnos en la Gare Du Montparnasse. —¿Y?— preguntó ella. —Estaba ojeroso, parece que hace muchas noches que no duerme. Luego, me soltó la bomba. —Va a tener un hijo. —A pues, si ya lo sabes. —Sí, hay cosas que la gente no quiere o no puede callarse. Las noticias vuelan. ¿Sabes dentro de cuánto lo tendrá? —Dijo que en seis meses. Pero si ni siquiera conozco a tu novia y ahora vas a tener un bebé, le contesté. Y él apenas sí se inmutó. Estuvo mirando durante un rato las obras que yo tenía a medio terminar y que había dejado desperdigadas por el suelo para que secasen. —Entonces realmente no la conoces. —No, no la vi. A él tampoco lo veo tanto, solo cuando se pasa por casa a visitarme. Entonces charlamos y me cuenta cosas de su vida. Lo último que supe fue que había conocido a esa chica y que al mes ya vivían juntos. Como que desde que te fuiste todo se le aceleró. Ahora está preocupado, necesita dinero para lo del niño, para cuando nazca y todo eso.


—Oye, y a ella, ¿se lo ha dicho? Ya sabes, eso. —No, no le ha dicho nada. De eso chitón. —Pero algún día tendrá que decírselo ¿no? —No sé. Cómo le dices a alguien que lleva en su vientre a un hijo tuyo que te vas a morir.


Manuel Díaz.


Caminaba por Constitución cuando sentí la primera punzada, al principio pensé que alguien me había tirado una cachina o un perdigón a la cabeza, luego vinieron más punzadas, güey; tuve que agacharme y protegerme la nuca con las manos. Me di cuenta de que en un acto instintivo había cerrado los ojos, como cuando eres chico y crees que semejante acto te hace inmediatamente invisible; alguien me estaba disparando y a mí lo único que se me ocurría era una paja mental de esas. Cuando por fin abrí los ojos, imaginando quizá un ataque masivo, sí, güey, estaba hecho un escuincle total, supe que era solo yo; que el resto de la gente seguía caminando de lo más normal. Comenzaba a hacer el ridículo acuclillado en medio de la acera; así que me levanté y seguí caminando, o eso creí, porque nunca llegué a la esquina que cruza Constitución con Libertadores. Dicen por ahí que me desmayé como a media cuadra, nada más cruzar la puerta del Burger King.


Mariela Ocampo.


Dijo que era un lunar sin importancia, me mostró la marca roja y deforme que tenía en el pie y luego trató de quitarle leña al asunto. Sangraba. Me ofrecí a buscarle un médico. Estudiábamos filosofía y no teníamos ni un quinto, pero yo tenía algunos amigos que habían pasado por la facultad de medicina.


Podría preguntar, dije, pero Manuel se negó en redondo. Ni hablar, es un puto lunar y se curará solo. Él vivía en la colonia Tejerina y yo a las afueras de la ciudad. Podríamos habernos visto menos, pero en realidad pasábamos la mayor parte del día, y de la noche, juntos. Creo que pudo habérmelo dicho. Sé que le gusta hacer las cosas a su modo, sin embargo, no le costaba nada haberme contado que en realidad sí que fue a buscar un doctor y las implicaciones que esta visita tuvo. El caso es que no confió en mí.


José Benavides.


Le pasé el vaso repleto de cerveza y luego dije, ¡salud cabrón, hasta el fondo! Y él se la tomó de un solo trago sin rechistar, luego devolvió el vaso a la mesa y mientras me servía otra copa, dijo, tengo algo en la cabeza, güey. ¿Un negocio? No, un negocio no, hablo en serio, hablo de que algo se me metió dentro, algo realmente malo. Era viernes y nos habíamos saltado las últimas clases para ir al bar que había justo detrás de la facultad, ese que está en la calle Jardinería. No sé por qué, aquel día no vino nadie más, en aquella mesa pudieron haber estado Rubén y Cisco e incluso Ramón Méndez que, aunque estudia ingeniería, siempre se da modos para terminar tertuliando con nosotros, pero extrañamente, esa noche, estábamos solos Manuel y yo. Hermano, estos pendejos son unos ingratos, le dije y luego volvimos a nuestra conversación.


Habíamos estado hablando sobre hacer un viaje, un viaje que teníamos planeado desde hacía años y que nunca realizábamos por motivos poco creíbles y del que todos terminábamos aceptando tácitamente un dejo de temor a llevarlo a cabo. Quizá porque entonces agotaríamos nuestro más fuerte lazo en común, el cual era precisamente planificar dicho viaje. Una vez concretado este, ¿cuál sería nuestro tema de conversación? ¿Qué futuros planes tendríamos? ¿Habría siquiera un plan que nos uniera? O igual ya ni volveríamos a hablarnos; era posible que en un mes de vacaciones, eso era lo previamente acordado, de convivencia diaria y estrecheces compartidas, nuestra amistad se estropeara para siempre. De hecho, habíamos tenido más de un conato de ruptura fraternal, basado simplemente en la disyuntiva que nos suponía elegir el destino final del viaje; queríamos ir juntos, eso estaba claro, pero cada uno quería ir a un lugar distinto y a partir de allí ya nada iba bien.


Aquella noche Manuel quería convencerme de que pasar un mes recorriendo la costa era mejor que adentrarnos en el desierto de Atacama, que era donde quería ir yo. Después de tres horas de estar argumentando vanamente la posibilidad de entrecruzar ambos destinos, su razonamiento se basaba en la opinión, refutable desde mi punto de vista, de que el desierto bien se ve desde la orilla del Pacífico; le serví el octavo vaso de cerveza y él se la tomó de un trago y luego dijo que era posible (lo pronuncio textual), cabe la posibilidad de que pronto me vaya a morir. Por alguna razón, llamémosle borrachera, me abstuve de preguntarle cómo era posible que eso fuera a suceder, ni qué o quién lo había llevado a tal conclusión. Creo que después de un silencio más o menos incómodo él dijo, salud; y yo traté de beberme el vaso entero tal como él lo había hecho antes, pero el estómago ya comenzaba a darme vueltas y terminé vomitándolo todo.


Manuel Díaz.


La primera vez que vi a Mariela fue en una exposición que hacía José Benavides, con alguna gente de su grupo, en una galería más bien underground de la calle España. Nunca he entendido muy bien por qué el pinche güey de Benavides estudió filosofía, cuando en realidad lo único que quería hacer era pintar. Y esto ya lo sabíamos desde que éramos chavitos. Recuerdo que cuando llegué a la colonia Tejerina, allá por el ochenta y siete, José ya pintaba autorobots y tortugas ninja mientras el resto le dábamos a la pelota. Cuántas veces lo habré visto con un lápiz y un bloc de papel ajado, sentado a la sombra, en una esquina del canchón que ahora es el parque Buenaventura. Benavides tuvo suerte, sus dibujos nos gustaban y ese hecho compensaba su absoluta inutilidad en el fútbol, defecto inadmisible en cualquier otro que no fuera él. Así que el resto de los chavos y yo jamás dejamos de ser sus amigos.

Mariela también hace arte, pero no de la manera en la que lo hace Benavides. Mariela saca fotos o hace vídeos. Una hoja amarillenta cayendo desde lo alto, mientras ella se mira los pies, de cuclillas, en el camino de entrada a un bosque. Un doblaje de un papá pitufo con la voz de Fidel Castro arengando a un pueblo cubano de suspiritos chingonamente azules. Un pedazo de carne cruda que persigue a una muñeca de cartón y que luego tiene sexo con ella hasta convertirse en un bistec bien tostado. Ella hace ese tipo de cosas y luego las cuelga en la red. Una vez trató de hacer un corto conmigo, algo así como una performance en la que unos tipos vestidos de blanco me seguían mientras yo trataba de encontrar información sobre Jacques Derrida y su trabajo con los microfilmes de la obra de Husserl. Al final todo quedó en cuatro o cinco tomas que nunca se ensamblaron, porque terminamos peleando acerca del verdadero fin del corto. A mí me había parecido que ella estaba poco interesada en la obra de Derrida y que en realidad era un pretexto vacuo; por su parte, ella dijo que no veía cómo darle mayor protagonismo a Derrida, y que lo que imperaba era la acción y no la teoría.


Mariela Ocampo.


Me fui de la ciudad porque había ganado una beca. Una beca en París para hacer un curso en postproducción. Cuando me decidí a marchar, había llegado a la conclusión de que lo mío con Manuel no se arreglaría nunca. Habíamos estado saliendo juntos los últimos cinco años y nuestra relación parecía no ir a otro lugar que no fuera a una cama o al ring de boxeo. Solíamos enzarzarnos en discusiones tontas que no llevaban a ningún sitio, sobre temas por lo demás intrascendentes, como quién estaba más comprometido con la revolución, si Silvio Rodríguez o Pablo Milanés, o si el arte conceptual era o no la debacle de un movimiento irremediablemente agotado; y luego, pasábamos semanas sin dirigirnos la palabra. Alguna vez, durante esos cinco años, hablamos de vivir juntos. Es posible que solo hablara yo, porque no recuerdo ninguna opinión suya al respecto. Silencio. Dejar el tiempo pasar. Vernos todos los días, dormir en su casa los fines de semana. Levantarse, ir a la universidad. Hacer un corto sobre Jacques Derrida y abandonarlo a la mitad. Hasta que llegó el día en que compré el boleto de avión. Fuimos juntos a la agencia de viajes; antes de extender la tarjeta, le cogí la mano y busqué que sus ojos se encontraran con los míos. Su respuesta fue, la chica no tiene todo el tiempo del mundo para esperarte, Mariela, ya me harás arrumacos en casa. Por supuesto le solté la mano enseguida, y pagué, y firmé sin que me temblara el pulso. Faltaba un mes para partir.


José Benavides.


Creo que mi primera pregunta fue, ¿se lo has dicho a Mariela? Aunque no estoy del todo seguro, eran las nueve de la mañana y la cabeza todavía me daba vueltas. Lo que es seguro es que su primera frase fue, Mariela no sabe nada y ninguno de nosotros va a decirle algo al respecto hasta que no esté bien lejos de aquí.


Manuel Díaz.


La segunda vez que visité al doctor, él me esperaba con los resultados de las pruebas médicas en la mano. Habló primero del pie y del lunar que sangraba y luego saltó a la cabeza, como si estos estuvieran íntimamente relacionados, como si entre el lunar y mi cerebro solo existiera milímetros de separación. Me mostró las imágenes del escáner y señaló los puntos en los que los tumores habían anidado; asentí, aunque en realidad no distinguía nada. Dijo, podríamos operar, pero existen riesgos. La chingada. No, operar no, nadie me toca la cabeza. Nadie iba a tocarme la cabeza. Nadie irá nunca a tocarme la cabeza.


Mariela Ocampo.


Cruzar el charco e instalarse en un país distinto al tuyo no es tan fácil como suena. Ni siquiera cuando es el país de tus sueños; ni siquiera cuando se trata de París. La primera dificultad fue el entender a la gente; y no me refiero al idioma, que ya entraña una dificultad en sí, sino a la manera de pensar. Vengo de un lugar en el que saludar y dar las gracias son tareas de primera índole. Nadie que sea tu vecino pasa por tu lado o se monta al mismo ascensor que tú sin siquiera mirarte a la cara. Fui a la panadería y lo primero que la mujer dijo fue, ¡qué quieres! No qué te pongo linda, o qué te gustaría probar, o en qué te puedo servir. Fue más bien un te decides pronto o llamo a la policía. Por supuesto, en cuanto pronuncié la primera palabra en francés ella hizo una mueca y continuó azuzándome en inglés. De nada valió que yo siguiera hablando en su idioma porque sus respuestas invariablemente fueron, what else. Esto fue lo que le escribí a Manuel en el primer mail que le envié. Su respuesta se hizo esperar seis días y cuando finalmente contestó dijo que un primo suyo había llegado del DF trayéndole de regalo una caja llena de frijoles saltarines, y que ahora se dedicaba a ponerlos cada cierto tiempo al sol y verlos saltar de aquí para allá como si estuvieran dentro de una freidora. Dijo también que había llamado a Benavides para que viniera a verlos y a continuación insertó el siguiente texto. Un texto que por supuesto no había escrito él.


Sólo en México habría que escribir muchos volúmenes para expresar su realidad increíble. Después de casi 20 años de estar aquí, yo podría pasar todavía horas enteras, como lo he hecho tantas veces, contemplando una vasija de frijoles saltarines. Racionalistas benévolos me han explicado que su movilidad se debe a una larva viva que tienen dentro, pero la explicación me parece pobre: lo maravilloso no es que los frijoles se muevan porque tengan larva dentro, sino que tengan una larva dentro para que puedan moverse. Otra de las extrañas experiencias de mi vida fue mi primer encuentro con el ajolote (axólotl). Julio Cortázar cuenta, en uno de sus relatos, que conoció el ajolote en el Jardín des Plantes de París, un día en que quiso ver los leones. Al pasar frente a los acuarios –cuenta Cortázar– “soslayé los peces vulgares hasta dar de pronto con el axólotl”. Y concluye: “Me quedé mirándoles por una hora, y salí, incapaz de otra cosa”. A mí me sucedió lo mismo, en Pátzcuaro, sólo que no lo contemplé por una hora sino por una tarde entera, y volví varias veces. Pero había allí algo que me impresionó más que el animal mismo, y era el letrero clavado en la puerta de la casa: “Se vende jarabe de Ajolote”. Luego durante semanas no volvió a escribir ni una sola línea más.


José Benavides.


Nunca supe bien cómo fue que la familia de Manuel dejó el DF y terminó viviendo en un país como el nuestro, anónimamente sudamericano y situado a cinco mil kilómetros de distancia. Lo cierto es que los de su casa jamás se relacionaron con el resto del barrio. Su padre tenía un Mercedes W126 del ochenta y siete. Es decir que, en cuanto llegaron, lo primero que seguramente hizo el señor Díaz fue bajarse del avión e ir (incluso antes de llegar a nuestro barrio e instalarse en su nueva casa) a recoger su coche a aduanas. Porque dudo mucho que alguien, en esas épocas, vendiera esas máquinas por acá. Era un Mercedes azul y negro, un Mercedes que salía por las mañanas y no regresaba hasta bien entrada la noche y que, incluso, en ciertas ocasiones no regresaba sino hasta dos o tres días después. Un Mercedes que se paseaba por Tejerina y por el resto de la ciudad como si estuviera navegando plácidamente a través de un océano de Toyotas y de Mazdas pero sobre todo de Volkswagens setenteros, desvencijados, hechos polvo. Manuel les llamaba “bochos” a las petas. Corrijo, Manuel les llama y les seguirá llamando cabezonamente “bochos” a las petas; aunque nadie lo entendiera ni lo entienda, ni lo vaya a entender nunca; aunque la pregunta se vuelva insistente y hasta cargosa, por la antigüedad y los años. ¿De qué hablas boludo, qué mierdas es un bocho?


Manuel Díaz.


Sé que tuve que habérselo dicho antes, pero de saberlo ella no se habría ido del país. Y sobre seguro se habría empecinado en que me hiciera la quimioterapia y aún más, habría presionado para que me sometiera a la operación. No quería pelear, ni con ella, ni con la muerte. Lo que quería, lo que quiero, es morir o vivir (si esto suena mejor) en paz. Si al final los tumores crecen, y me aprietan el cerebro, que sea rápido, que nada se interponga. Para qué sufrir, para qué alargar algo que en el fondo no tiene solución. Si se lo conté a Benavides fue porque habíamos bebido demasiado, más allá de lo suficiente para ponerse sentimentales. Me atacó una tristeza inmensa, la certidumbre de que un día, en una fecha más o menos exacta, no nos volveríamos a ver. Después de eso, a Benavides se le ocurrió que era una buena idea decírselo también a los demás cuates y yo pensé que tenía razón. Habló de algo parecido al apoyo moral, una razón de sangre y juramento. Me salió el charro interior, dije, a huevo cabrón, vamos a hacerlo; y luego ya no hubo tiempo de arrepentirse.


José Benavides.


Mentiría si dijera que la llamada de Mariela me sorprendió; eso sí, pensé que llamaría llorando; la imaginé sonando desesperada, pero lo que escuché fue una voz de cabreo, de cabreo monumental. Yo sabía de antemano que alguno de los otros abriría la bocota, que irían derechito a contárselo, y parece ser que así sucedió. Pueblo chico, infierno grande sentenció ella, y luego me preguntó por Manuel; llevaba días llamándolo a casa y al celular y enviándole mails, pero él parecía haberse esfumado. Yo tampoco sabía dónde estaba. Tuve que jurárselo varias veces, y finalmente me creyó. Era cierto después de todo, hacía semanas que no sabía de él. Antes de colgar preguntó. ¿Su madre lo sabe? Lo sabe, dije. Entonces me quedo más tranquila, contestó.


Wara Maldonado.


Pasó así nomás, un día entró en el local en el que yo trabajaba. Hasta mucho después no supe que fue puritita casualidad. Nunca antes lo había visto por allí y el caso es que el Manuel jamás había andado por estos barrios, estaba un poco perdido pero eso no lo dijo ese día, bien vivo él, tal vez quería presumir de conocedor, de machito. Él es de Tejerina, y los de arriba rara vez buscan algo donde viven los pobres, los realmente pobres. Pidió una Coca–Cola y se sentó a escribir en una mesa lejos de la ventana. Me llamó la atención, para qué mentirles, y terminé acercándome con cualquier pretexto. Comenzamos a charlar de cualquier macana, y al rato me estaba contando que estudiaba Filosofía, aunque en realidad no tenía claro qué quería hacer con su vida. Le dije que lo mío era más fácil, yo no tenía elección, o trabajaba de esto o me moría de hambre. Creo que mi respuesta le gustó.


Manuel Díaz.


De Wara no voy a hablar. Simplemente, hay un momento en la vida en el que tenemos que madurar.


José Benavides.


Es hora de madurar. Eso fue lo que dijo, había tocado el timbre de casa pasada la medianoche y mi madre no lo había echado, solo porque yo la había puesto en antecedentes de quién era y qué malos rollos traía. Así que, un poco a regañadientes, lo dejó pasar. Yo estaba pintando, Mariela acababa de escribirme en un mail que me invitaba a visitarla a París y que tal vez era hora de ir a probar suerte. Estoy viviendo con una chava dijo, y a continuación mencionó el nombre del barrio al que se había trasladado. Dejé el pincel y me di la vuelta. Por un momento creí que se trataba de una broma, pero él me miraba serio. ¿Debo felicitarte?, pregunté. Y yo qué sé, güey, respondió.


Wara Maldonado.


Lo admito, le mentí nomás con lo de las fechas peligrosas. Dije, no te preocupes mañana o pasado me vendrá, y él me creyó. Yo quería tener una wawa, una wawa suya, quedarme con una parte de él antes de que se fuera; tener un resabio de su presencia, algo realmente suyo, como un pedacito de su ajayu. Es verdad, acabábamos de juntarnos, por qué eres tan zonza, diría mi madre, en operías nomás piensas. Que se va a ir ¿dónde se va a ir? a ver dime, ¿dónde? Y sí pues, qué sé yo; pienso, estábamos bien, aún hoy estamos bien, es solo que existe algo inquietante en su mirada, algo que ya había intuido el día en que lo conocí y que traté de ignorar cuanto pude, hasta que me di por vencida y entonces se convirtió en una obsesión. ¿Qué le pasa al Manuel? Hay algo en su forma de ser que me está gritando que pronto se irá, no sé cuándo, ni con quién, pero sé que sucederá. A veces me le quedo mirando bien fijo y cuando él se da cuenta, me lanza: ¿qué pasa mi güera, que te traes o qué? Y yo le contesto, no soy güera, soy morena ¿o no me ves? Entonces él se ríe y me atrae a su lado; y yo sigo, con qué güera te habrás metido, que todo el tiempo me confundes, y él responde, con ninguna, con quién va a ser, no ves que aquí somos todos frijoles.


Mariela Ocampo.


El día que me lo contaron era martes, lo recuerdo bien porque estaba preparando un ensayo para la clase de fundamentos audiovisuales cuando el teléfono sonó. Era Cisco Gutiérrez, primero estuvo hablando sobre una exposición que inaugurarían pronto y en la que tenían la intención de incluir un trabajo mío; dijo, hemos pensado que tal vez si cambiaras el pedazo de carne cruda por otro objeto más estético, y acortaras los gemidos de la muñeca en la grabación, podríamos pasar tu corto en la sala principal. Me quedé callada, dudaba entre carajearlo o colgar sin más. Al final estuve a punto de mandarlo por donde había venido, pero no me dio tiempo de contestar, dijo, piénsatelo Mariela, puede ser una buena oportunidad y a continuación habló de Manuel. Ahora que Manuel está enfermo… Dije, ¿cómo que Manuel está enfermo?, Vamos, es algo duro Mariela, los tumores están en su cabeza y es posible que pronto estén también en otras partes del cuerpo. Si no se opera, en unos meses no podrá hablar, y dejará de reconocernos, o lo que es peor, dejará de reconocerse a sí mismo.


Manuel Díaz.


¿Tienes miedo? preguntó Mariela. Su voz se oía cascada a través del teléfono, estaba llamando desde una cabina pública. La imaginé en el verano de Francia, la luz de las ocho de la tarde cayendo sobre su espalda; al contrario que aquí, en Sudamerica que a las ocho está siempre oscuro, sin importar que sea verano o invierno. Monotonía, dije, mis días son siempre iguales. Y luego agregué, no, no es miedo, es hastío, llevo siete días en el hospital, me aburro. También está el no saber qué va a pasar, o cuándo va a suceder; es más bien que quiero que el tiempo acelere, a veces solo deseo que esto se acabe ya.


José Benavides.


Camino por las calles de París y pienso que bien pudo haber sido éste el destino de nuestro viaje, me refiero al viaje que planeamos Manuel, Cisco y los otros chicos. Me gusta imaginarlos cruzando las calles del Barrio Latino; huyendo de los Campos Elíseos; comiéndose un sándwich antes de entrar al Pompidou; criticando hasta el cansancio la obra de Niki de Saint Phalle. Los cuatro, de pie ante las fuentes de La Place Igor Stravinsky y a Mariela mentándoles la madre por enésima vez. Mariela tan incondicional de la Saint Phalle. Mariela enamorada, desde chica, de la blanca y decadente Eva María. La Mariée, es más bonito llamarla La Mariée, me corregiría ella. Y a Manuel susurrándole al oído y luego gritando por los pasillos del museo, de cualquier museo, de todos los museos; quinientos baros güey, dame quinientos y Benavides te hace una igual, al toque, una igual en tu casa, Mariela, en la mera puerta de tu habitación.


Mariela Ocampo.


Entrar en la casa de los padres de Manuel fue como saltar toda Latinoamérica en tres segundos y aterrizar en medio de una región totalmente ignorada. En casa de los Díaz las paredes tenían una profusión de colores variados, algunos de ellos francamente chillones, sobre todo los del altar de la virgen de Guadalupe, una gruta de tamaño medio, estridente y plagada de flores, velas y estampitas que habían colocado a un costado del porche, nada más cruzar el portal. El olor que salía de la cocina me era completamente desconocido, es la salsa de los chilaquiles, dijo su madre, y luego me extendió la mano. Pensé que los dos besos en las mejillas era lo adecuado, pero tuve que guardarme mis buenas costumbres en el fondo de la cartera. Los dos besos no vendrían sino hasta después de la sexta o séptima visita, entonces sí que salía a recibirnos con el delantal puesto, sin tacones y con el último rulo en la cabeza; al rato jalaba de mi brazo y me mostraba el vestido que se pondría para la cena, o un par de aretes que no le terminaban de gustar, o un adorno que le habían enviado, generalmente de Oaxaca que era donde vivía su familia, o de Mérida, donde había nacido su madre. Ya no recuerdo cuantos vídeos me mostró sobre México, ni la cantidad de rancheras que me hizo escuchar. Y ahora te voy a poner una de Manzanero, decía, e invariablemente la elección era “Necesito de ti”. Alguna vez le dije que a mí la que me gustaba era Chavela Vargas y a continuación ella se ponía a hablarme sobre Paquita la del Barrio y ya no había cómo volver al punto donde yo quería llegar.


Manuel Díaz.


Mi padre había estado metido en negocios turbios, pero de eso me enteré mucho más tarde, cuando los años habían pasado y comenzábamos a creernos más o menos a salvo. A salvo de la memoria de algunos, perdidos en el tiempo de los otros. Después de quince años, los narcos con los que mi padre había hecho tratos estaban la mayoría muertos, o fundidos en alguna cárcel de Estados Unidos. Esto funciona así, dijo mi vieja, mucha lana y coches y fiestas y convites pero al rato mero, mero se acaba; la vida se les termina en lo que canta un gallo, amanece un domingo y están todos petateados, caminando derechito hacia el infierno. Volvamos a México dije yo, pero la respuesta fue implacable. A México no se puede volver, hay rumbos que son sin retorno, caminos que ya no se pueden desandar. Conservamos la vida, pero este es el precio. Aquí vinimos y aquí nos vamos a morir. Mejor que tu abuela siga mandando la tortilla y el mole cada fin de mes. Mejor nos comemos el pozole en casa. A qué les vamos a tocar las narices; que sigan nomás teniéndonos olvidados. Que cada uno baile su pinche guateque en paz.


José Benavides.


Esto que ves es una “calaca” dijo Manuel, y yo me llevé un susto de muerte. Corría el año 89 y creo que se acercaba el día de los muertos, festejábamos el octavo cumpleaños de alguien, que para el caso era lo mismo que festejar el nuestro. Manuel traía en las manos un muñeco en forma de calavera, vestido de frac, reposando en un ataúd de madera negro, cuya puertecita se abría y cerraba por una combinación de goznes de juguete; en la cubierta había una inscripción que ya he olvidado. Le di una última mirada, el bicho ese parecía sonreír desde su muerte, macabra y sardónicamente. De dónde la sacaste, le pregunté. Me la dio mi mamá dijo, las hacemos juntos. Entonces pensé que su madre era una suerte de bruja o hechicera o, lo que es peor, una enviada del diablo, pero no se lo dije. Más bien, le tuve pena durante no sé cuántos años, hasta que comprendí, o leí en algún sitio, o tal vez, alguien terminó por explicarme, que aquello era una ofrenda, algo parecido a una t’anta wawa. Así que regresé y le dije, va pues, enséñame a hacerlas.


Manuel Díaz.


Una noche desperté y estaba sudando, sudando de dolor, de un dolor intenso y agobiante. Incisivo. Una clase de dolor como nunca había sentido antes. Echado de espaldas como estaba en la cama, tenía la sensación de que dos enormes y pesados bloques de cemento me apretaban las vértebras. No quise asustar a Wara, así que sin hacer ruido me levanté, hice un esfuerzo y caminé hasta la cocina, puse agua a hervir, y una vez que ésta estuvo caliente la pasé a una bolsa de goma; pensé en mi abuela mientras envolvía la dichosa bolsa en una toalla; y luego, ya de camino a la sala, con la bolsa anudada a la cintura, me sentí viejo, inmensamente acabado. Creo que fue por eso por lo que llamé a Benavides. Eran las tres y media de la madrugada, así que tardó en contestar el móvil. Cuando por fin se puso, dije ¿me harás una calaca? Se lo pensó un rato y luego preguntó, ¿Ahora mismo? O mejor nos esperamos hasta mañana. No güey, cuando me muera.


José Benavides.


Creo que el padre de Manuel enfermó cuando teníamos unos quince años, para entonces el Mercedes hacía rato que había dejado de ser nuevo y ya no tenía alas, sino ruedas. Cuatro. Como todos los de los demás. Le dio algo raro, una especie de embolia, una cosa extraña que lo dejó inválido. A partir de ahí ya apenas sí lo veíamos de cuando en cuando. Su silla de ruedas en el jardín. Luego ya ni eso. Manuel decía que a su padre no le gustaba salir y que todo el día se lo pasaba de mal humor.


La tarde en que Manuel me dijo que iba a ser padre, me habría gustado preguntarle qué pensaba su familia del asunto. Pero no lo hice porque me pareció inoportuno andarle con boludeces, después de todo era una curiosidad gratuita. Innecesaria. Dos días después me lo encontré en la calle, andaba cargando una tele, quién sabe de dónde la había sacado, dijo que iba a empeñarla. Me ofrecí a acompañarlo; y después de transar un precio más o menos justo con los de la tienda, nos fuimos a tomar un café. Me voy a ver a Mariela le dije, perdón que no te lo dijera antes, pero el otro día me madrugaste con lo del bebé. Arqueó las cejas, estaba realmente sorprendido. Voy a probar suerte en Europa, a ver si vendo mis pinturas, a ver si encuentro yo también una beca, una estancia, un trabajo o lo que sea que me permita quedarme el máximo de tiempo posible allí. Solo es que quiero salir de este país. Asintió, no parecía que fuera a importarle demasiado; entonces me preguntó para cuándo planeaba regresar. Lo miré a la cara, un silencio cómplice se instauró entre nosotros, no hubo necesidad de palabras. Estuvimos un rato más hablando de su niño, de Wara y de lo que harían juntos los próximos meses. Y por un instante dejó de haber entre nosotros esta constante cuenta atrás. En algún momento vino la camarera y nos preguntó si queríamos algo más. Pedimos la cuenta. Al salir ya casi era de noche. Voy a tomar el F, dijo, y señaló el otro lado de la acera. Lo imaginé sentado en el autobús cruzando toda la ciudad para luego perderse en el tugurio al que se había mudado. Yo me regreso a casa caminando, contesté. Suerte, Benavides, fue lo último que escuché de sus labios, y luego cruzó la calle. Yo me le quedé mirando dos, tal vez tres segundos, no más.



Fabiola Morales Franco (Cochabamba, 1978) Realizó estudios en Narrativa en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonés y el Master de Escritura Creativa en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona ciudad en la que reside desde el 2005. Ha publicado el libro de cuentos “La Región Prohibida” (2012; Editorial Nuevo Milenio) y la novela “El día de todos tus Santos”(2017, Editorial Nuevo Milenio). Relatos suyos han sido publicados en antologías como “Kafkaville” (EL Cuervo, 2015) y “Vertigos, antología del cuento fantástico boliviano”(El Cuervo, 2013), “Mar Fantasma”(Kipus, 2018), “Carne de mi Carne” (Mantis, 2018), “Once escritores del Wilsterman” (Editorial Nuevo Milenio, 2018), “Calles” (2018) y “La desobediencia” (Dum-Dum Editora, 2019) . Escribe esporádicamente crónicas para el periódico “El Deber” y revistas literarias como “Literofilia”.


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