La rata y la centella: crónica de Leo Castillo
El 10 de noviembre de 1984, justo 12 días antes de morir en una clínica del Norte de Barranquilla ofendido por un violento herpes maligno que, afectando inicialmente la parte frontal del cráneo, se arraigó hasta el cerebro, bajando entretanto hasta el entrecejo, mi padre –viniendo de un enfermo terminal, con quien había yo tenido tan escaso contacto- me indicó el más inopinado consejo:
──Cuídate la salud ──dijo. Sus palabras ni la expresión de su humillado rostro publicaban el martirio que, siendo suyo objetivamente, mordía mi corazón con un regusto acibarado de culpa ya inexpiable. Aunque mi aspecto distaba todavía mucho de la ruina en que el basuco acabaría labrándome, ése pudo ser el providencial chance de cejar en mi insensato empeño en la caída libre en el infierno del desamparo, las más básicas carencias y el baldón público que implicaba la mortífera adicción a esta droga rapaz. Llegaría a quedarme sin techo, sin un lugar donde hacer las necesidades del cuerpo, en andrajos, solo e indefenso como una rata arrojada de los suburbios mismos de la existencia.
Se llamaba Leonidas, nombre que entre los numerosos hijos de su esposa y barraganas -mi madre lo era- sólo yo llevaría y se hallaba colocado como maquinista diesel en la División de Dragados del Ministerio de Obras Públicas y Transportes. El nombre de ella, mi madre, Leticia, entonces enfermera del Hospital General de Barranquilla. La tarde de ese sábado de febrero, con dos amigas de la calle Maturín donde mi tía tuvo su primera casa, se dirigían al salón burrero del sector. Antes de alcanzar la verja de la terraza, mi padre las vio y preguntó a ella adónde se dirigía, sin que obtuviera respuesta. Él no entró a la casa, sino que las siguió a prudente distancia hasta el salón de baile popular. Aquella noche, ostentoso, liberal e irresponsable como siempre lo fue, gastaría los intereses y parte del capital de un préstamo que a mi tía, como la mayoría de empleados de Dragados que cobraban en el Distrito 10 de Carreteras, adeudaban y que amortizaban en cuanto hacían efectivo su salario mensual. Ésta fue su primera noche de amor. De otra, tenida de pie en uno de los callejones de Rebolo, fui yo la consecuencia. Al no poder ocultar más que se hiciera ostensible su preñez, mi tía Josefa le pidió, de la manera más cortés que logró sofrenando la indignación, que se largara de su casa y exigiera al responsable de su embarazo responder por ello. Ese año de los carnavales de Edith Ulloque, bajo el signo de Sagitario, el día de la Virgen de Guadalupe, dio a luz en un palenque -Soplaviento-, antigua estación del ferrocarril Calamar-Cartagena de Indias orillado a la margen izquierda del Canal del Dique al dolor de cabeza de toda su vida.
En mi cuenta en Twitter me describo como un bastardo que nunca pasé una noche bajo el mismo techo con mi padre. He sido errabundo en mi propio país, y siempre gitano urbano en esta ciudad donde me engendraron y gestaron hasta los siete meses.
Soy bachiller del colegio Barranquilla para Varones. Una tarde nublada y fresca de octubre, contando 17 años y a dos meses de recibir grado distinguido humildemente como uno de los tres mejores del colegio, en compañía de un alumno, dos grados abajo del mío, nos apeamos de un autobús de la ruta Caldas-Recreo frente al parque Almendra, con el fin de quedarnos a pasar, pasara lo que pasara, la noche acostados en la grama. El amigo de entonces me advirtió, seguramente comprobándolo por el inconfundible olor a maleza brava quemada, que dos chicos recostados contra uno de los tantos almendros del parque estaban fumando marihuana. Yo me volví, curioso, a mirar justo en el momento en que uno de ellos se fijaba en mí. Nuestras miradas se cruzaron y le vi extenderme, desde unos ocho metros de distancia, el porro humeante: un reto que nunca sabré por qué no decliné.
Entre este momento, la conclusión de mi primer año de Derecho y tres semestres de Ciencias Sociales y Económicas –habría de abandonar ambas carreras- discurre un lapso de tiempo en que me abstuve radicalmente del consumo de alcohol, a que me había aficionado desde los catorce, y contraje el hábito de fumar una cajetilla diaria de Pielroja sin filtro, comprada religiosamente cada mediodía a Alirio, el cachaco de la tienda esquinera en nuestra calle en el barrio Alfonso López, y que solía consumir acabando la tarde, para reponer en seguida otra de Derby. Durante el que sería mi último intento de avenirme con el lerdo estudio de una carrera, esta vez Idiomas, en la universidad del Atlántico entonces, fumaba compulsivamente, nada menos que al tren del profesor Camargo, que en noventa minutos podía despacharse una cajetilla de 20 unidades; fumaba en la cafetería con los compañeros, solitario en la cancha de básquet…
Mi adicción al basuco coincidió con la publicación de mis primeros textos (poemas) en el suplemento literario de La Libertad, y la obtención de un premio de cuento en una convocatoria nacional de una caja de compensación. Es éste casi el único concurso de literatura en que he participado, debido a la desconfianza o certeza de la escasa o nula honestidad de los jurados, cuando no de su criminal incuria. Sucedió en un cuarto piso del edificio Cassis en el centro de Barranquilla. Un habitué a nuestras tertulias (aunque solía abstenerse de terciar en materia de gay saber, siendo los números y fórmulas matemáticas su especialidad), de nombre Ramiro, me convidaba cada noche a su puesto ante la ventana. Me llamaba cariñosamente “amiguito”, y yo, siempre que me llamaba a la ventana, fumaba un poco de basuco con él. Algunas semanas después ya Ramiro no necesitaba convidarme, que con mis propios pies me arrimaba. Luego, a eso de las seis de la tarde, desde la calle se podía ver mi cabeza ansiosamente alargada desde el cuadro de la ventana, mirando hacia una y otra esquina a la espera de Ramiro. Naturalmente, empecé a procurarme luego yo mismo la droga. Putas, maricas adolescentes, escritores, pintores, etc., subían en romería a esta peña de literatura y artes, de alcohol, drogas y sexo.
Sin mucha habilidad para ganarme la vida, empecé a vender mis pertenencias para drogarme según la virulencia de la adicción. En la universidad profesores, coordinadores, decanos y hasta gente ajena al centro educativo merodeaban puntuales a la hora en que yo solía llegar a malbaratar la biblioteca que mi madre había costeado durante unos diez años de voraz adquisición. El Larousse, Le Littré, una versión al Castellano en igual clase y número de verso de la Comedia, las Obras Completas de Borges, un hurto público –Voyage au bout de la nuit, de Louis-Férdinand Céline-… tesoros que de mi corazón arrebataba la voraz dependencia de esta droga. Vendía mi valija, máquina de escribir, grabadora. Finalmente mi segunda madre, como a Leticia en su momento, me forzó mediante restricciones a mi regreso a altas horas de la noche y al consumo en casa, a largarme.
Alquilé habitaciones en todos los hoteles y residencias de la Cachacal, quizá la zona de tolerancia más sórdida de Colombia. Se me llamaba el Poeta entre travestis y putas de los bajos fondos a quienes escribía en 30 segundos acrósticos rimados dirigidos a sus amores irreales o fatídicos.
De regreso a Barranquilla, luego de una ausencia en que fungí de profesor de Francés y Castellano en Regidor, municipio del Sur de Bolívar, con una estada en Soplaviento y residencia de unos ocho años en Cartagena de Indias, habiendo reincidido en la adicción en cada pueblo y ciudad, di en vivir en la calle, durmiendo a la intemperie durante dos años en una banca del parqueadero de la universidad de siempre y en el puente peatonal que pareciera haber sido construido exclusivamente para mí, dado que ningún peatón lo cruzaba, y sólo yo y una rata que se hizo mi amiga frecuentábamos con asiduidad, especialmente en las noches. A esta rata que había tenido a bien hacer buenas migas con el solitario di el nombre de Rodi, algo cercano a roedor. Nunca he podido entender de qué manera el animal, que vivía a ras de la vida, tuvo la ocurrencia de trepar las vueltas del puente hasta llegar a mi vida. Empezó acercándose tímidamente al principio y yo le arrojaba restos de mi comida. Luego comía conmigo, al alcance de mi mano. Yo dormía con el occipital apoyado a la barra baja del puente. Pues bien, a veces se acurrucaba, en las noches de frío, debajo de mi nuca. Rodi.
Vivía de los vertiginosos acrósticos. Profesores, viejos amigos, señoras venían a mi banca y me hacían regalos. Una muda de ropa, un par de zapatos… todo esto iba a bajar de inmediato a los ropavejeros del mercado de Granos. Una camisa Armani nueva, o casi, de $100.000 de entonces yo la vendía a ellos en $2.000, tal como ocurría con mis tesoros bibliográficos. Me fui quedando en los tristes huesos. No podía dormir como, los otros vagabundos, sobre ellos. Debía recurrir a láminas de poliestireno expandido y colchonetas siempre. No podía ni tan siquiera sentarme escuetamente sobre mis isquiones: me había quedado sin glúteos y la superficie rígida del concreto me labraba las articulaciones de manera insufrible. Leía en las noches sobre el puente con Rodi rondando por allí. En Barranquilla no hay baños públicos para indigentes. Defecar me exigía el desarrollo de increíbles artimañas, pues no deseaba que me vieran hacerlo ni ensuciar mi ciudad.
Empleaba bolsas plásticas colándome en solares baldíos. A veces buscaba calles solitarias y acechaba el momento en que no corriera el riesgo de que me viera alguien y resolvía en menos de un minuto la urgencia del cuerpo. Envolvía en varias bolsas y podía pasear por allí y conversar con gente común que el azar cruzaba en mis aceras, sin que sospecharan el contenido de mi paquete. Al cabo pasaba un camión del aseo, o llegaba hasta una caneca. Me bañaba vestido con mangueras en lavaderos de autos. Me bastaba decir mis poemas de memoria en puestos de comida rápida, de fritanga, o en la puerta de restaurantes para generar asombro y solidaridad suficientes como para que me invitaran a comer siempre que se precisara.
Alguna vez dio en subir el muchacho de la potra pestífera. Su hedor era tan infame que ofendía a mí y a la rata juntos. Bajaba yo entonces, seguido de Rodi, que buscaba su hueco a ras de la vida y yo me iba hasta la banca primitiva y, si llovía, a la terraza en la 51, donde don Carlos. Una noche, a eso de las diez, a esta banca llegaron tres hombres armados de sendos garrotes. Los vi acercarse y corrí, corrí con toda la desesperación de la vida que se aferra a una loca esperanza ilusa. Alcanzando a llegar a la entrada de la universidad, el portero saltó, entró y cerró la reja en mis narices. Allí fui brutalmente molido a palos. Se marcharon cuando entendieron que estaba moribundo y que no era ya necesario golpearme más, muriendo solo como una rata fuera de su agujero, a la intemperie. Estalló una centella, me levanté y, renqueando, sintiéndome hecho añicos llegué a la terraza de don Carlos. Llovió a cántaros en seguida durante horas. La soledad e indefensión se hicieron más absolutas que nunca. Decidí dejar la doga.
Estudié con alguien que luego alcanzó el rango de Alcalde de mi ciudad (ya dije que tengo una ciudad y un pueblo.) Mi estrategia consistió en apostarme cada mañana, a veces cada tarde también, frente al palacio Municipal en el paseo de Bolívar. Allí, en andrajos, decía a voz en cuello mis poemas. Se trataba, primordialmente, de acopiar cada día lo necesario para mi dosis personal de basuco, que lograba a veces con creces. El Alcalde, por ejemplo, rompiendo los protocolos de seguridad, hacía detener al conductor su camioneta blindada y, bajando su ventanilla, se detenía a conversar conmigo durante un par de minutos, luego de lo cual me extendía un solidario billete de $50.000. No reparaba en el horror de mi vida pública (Marcel Shwob) y sólo quería y agradecía mi vieja amistad. Allí respondí entrevistas para la radio, y recibí en ocasiones el dinero para “que te bañes y te vistas.” Así en mi banca había corregido el libro Testamento de la barriada, y el autor quiso que disertara un poco acerca de su opera prima en el Hotel del Prado. Así se hizo.
Finalmente, desde el despacho de Cultura, llegó el desafío:
──¿Qué es en realidad lo que quieres?
──No tengo recursos para ingresar a un centro de rehabilitación. Quiero dejar la droga.
──Evidentemente bromeas ──dijo el abogado asesor, Yepes, que bien recuerdo.
──Si nunca has intentado darme un punto de apoyo, ¿cómo puedes afirmar eso?
Dos días después, luego de recitar mis poemas sentado en el pavimento, me abordó.
──Nos vamos al centro de rehabilitación ──dijo. Traía un voluminoso maletín con efectos personales (dos toallas, interiores, ropa, jabones, cepillos, pasta dentífrica, etc., y agregó que arriba estaba la colchoneta. Consentí, temblando de pavor, puesto que no esperaba que fuera tan pronto, de manera tan abrupta. Al llegar a registrarme como nuevo interno, dije a Yepes que debía pagar una pequeña deuda, $2.000, recuerdo, que equivalían exactamente a mi dosis personal de basuco. Se opuso terminantemente, pero lo vencí con un argumento irrefragable:
──Si deseara evadirme, esperaría a que te fueras y me largaba con todos los elementos que me han comprado. Tendría para fumar una semana entera.
Fui a toda prisa hasta Barlovento (estábamos a unas seis cuadras de allí), compré la droga, monté y fumé mi última pipa. Al pasar frente al quiosco El Juniorista, junto a las ventas de pescado cabrito, dije al propietario, que me conocía:
──Te regalo mi pipa. Nunca más volveré a fumar mi panacea y mi perdición.
Hace once años ya no he vuelto a probar esta droga. Estoy quizá tan indefenso como entonces, luego de 17 años de exilio de la sociedad civil. Perdí un tiempo precioso que me ha constituido en el más rezagado de mi generación. La defensa de mi literatura fue, más probablemente, la turbina que me eyectó desde el andén de la civilización a las páginas de mis nuevos libros, de algún diario o revista, de ciertos portales del gay saber en varios países.
Leo Castillo (Barranquilla, Colombia) Poeta y narrador. Es Traductor, cursó estudios de Idiomas y Francés. Colabora en El Magazín, El Espectador; El Heraldo y otros diarios del Caribe colombiano; así como en las revistas Actual, Víacuarenta (Barranquilla); Viceversa Magazine y Revista Baquiana (USA). Ha publicado los libros de relatos Convite (1992), Historia de un hombrecito que vendía palabras (1993), Al alimón Caribe (1998) y la novela Labor de taracea (2013); en poesía ha publicado El otro huésped (1998), De la acera y sus aceros (2007), Tu vuelo tornasolado (2014), Los malditos amantes (2014) e Instrucciones para complicarme la vida ( 2015).