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City Tour: relato del chileno Gonzalo Vilo

Antes de comenzar con esta absurda historia, quiero aclararles que no siempre he odiado de esta manera a Federico Sánchez. La verdad, es algo relativamente reciente, un cúmulo de acontecimientos y encuentros negativos en los que nos hemos visto involucrados y que, como un profundo tumor se han incrustado y crecido en mi interior, hasta el punto de que hoy lo aborrezco por completo. Federico Sánchez, para quienes aún no cachan de quien estoy hablando, es el conductor de ese programita llamado City Tour, en donde, junto al otro saco de hueas de Comparini, caminan por las calles de diferentes ciudades dándoselas de cultos y sofisticados, mientras describen la arquitectura de los diversos lugares que visitan. A ninguno de ellos lo soporto.


Mis amigos se toman con humor el asunto. Era que no. ¿Pero cómo te va a caer mal? Si es re buena onda, me dicen. ¡Ja! Los hueones juran que el loco es así en la vida real, que es simpático, y no saben que todo es una patraña, un personaje que interpreta para caerle bien a la gente y mejorar el rating, pero vayan a hacerle entender algo a los simios… En fin, en los carretes, cuando salgo con el tema, me tiran tallas o en la casa me mandan memes por Facebook con la foto del compadre. Cuando me enojo y vuelvo a hablarles de porqué me apesta, se ríen los conchesumadres. Si hasta una vez me invitaron para un asado y en vez de poner música, conectaron la tele con el youtube y se pusieron a ver toda la primera temporada. Me miraban y se reían los culiaos, apuntándome.


Yo aguanté lo que más pude y me comporté como un caballero, pero luego del quinto capítulo me tuve que ir a la cresta, chato de los rostros hueones y las actitudes pretenciosas de ese par de ególatras.

Aquella es una de tantas bromas que me hacen al respecto. Ellos se ríen y tiran para la talla el asunto porque no saben. Si se enteraran que ayer me llegó el fusil ZIG que encargué el mes pasado por internet a un sitio de Rusia, con los cartuchos y todo, uff… se les borraría la sonrisa al tiro. Además, hace una semana que he estado caminando y paseando por Inés Matte Urrejola, viendo cual es el mejor ángulo para apuntar. Incluso, he estado practicando en mi casa, mentalizándome, planeando con mucho detalle cuales serán mis movimientos y lo que le voy a decir: porque aparte tengo todo un rosario guardado en lo más hondo de mi alma. Para mí, señores, esto no es un capricho, no es algo que se puede tomar a la ligera, no, de verdad aborrezco a Federico Sánchez y su programita de mierda y odio aún más el que todos lo adoren y lo encuentren tan genial. Es necesario para mí acabar con todo esto, con esta farsa, pronto, para volver a vivir en paz.



11 de diciembre, Ejecución del plan


Hoy me he levantado con algo de sueño. Me he duchado y he tomado un desayuno ligero. A las nueve subí el bolso con el fusil a la parte trasera de mi camioneta, partiendo con una sonrisa en el rostro, pensando: el día al fin ha llegado. Dentro del bolso también he guardado esposas, cadenas, cuerdas de cáñamo, bozales y otros objetos que podrían servirme. Como sé que nadie va a leer esto, puedo decir con confianza que mi casa queda en Santiago Centro, calle San Isidro, irónicamente, frente a las oficinas del GOPE, por lo que estoy seguro que el viaje no debería tomarme más de media hora. Así y todo, elijo la ruta más despejada e ignoro las señalizaciones de tránsito. Quiero llegar lo antes posible.


Al canal llego casi a las seis de la tarde. Por mis constantes averiguaciones sé que a esa hora Federico Sánchez termina su jornada laboral. Antes de estacionarme, veo el gigantesco edificio y debo confesar que he quedado un tanto impresionado ante la construcción que tengo enfrente, Un rascacielo, como diría este imbécil. Mientras lo observo, me pregunto quién habrá sido el arquitecto de esta hueá y si Federico Sánchez lo critica en su mente cada vez que entra al canal. Sería algo que me gustaría saber.


Antes de estacionarme, observo que los guardias del acceso parecen un tanto aburridos y sólo miran el reloj. Por la calle pasa una pareja de pacos caminando a paso tranquilo y saludan a los guardias. Ellos se quedan mirando mi camioneta, pero no dicen nada, solo siguen avanzando, mientras yo hago como que tecleo en mi celular. Todo el tiempo sigo sus movimientos de reojo, hasta que se alejan. Entonces, bajo de la camioneta, y me traigo el bolso con el fusil al interior del vehículo, sin perder de vista a los guardias, aunque estos ni siquiera se dan cuenta de lo que estoy haciendo. Todo para ellos es normal, ridículamente monótono. El aburrimiento por ahora es mi aliado.


Mientras espero que aparezca Federico Sánchez, recuerdo la primera vez que lo vi. Yo caminaba por el piso de un edificio. Buscaba, me parece, un departamento, al salir del ascensor, comencé a observar los números de cada una de las puertas. De pronto, desde una de ellas emergió Federico Sánchez, en pelotas, con un montón de ropa en la mano y llamando a una tal Amanda para que le abriera. Deja vestirme, por último, le gritaba, pero del otro lado no había respuesta. Él no pareció darse cuenta de mi presencia y comenzó a ponerse la ropa delante de mí. Yo tuve que girar la cabeza y hacer como que seguía buscando, para disimular el rubor de mi rostro, sobre todo cuando volteó y vi más de lo que quería ver, aghhh... Por fin, un par de minutos después, Federico Sánchez logró ves- tirse, pero, todavía le quedaba algo más. Aquél viejo de mierda se despediría con gritos e insultos del departamento: ÁNDATE A LA CONCHETUMARE, MARACA CULIÁ, fue lo que dijo, para después darse la media vuelta y con el bastón apretar el botón del ascensor. Yo quedé sin palabras.


Lamentablemente, para mi desgracia, este no sería nuestro último encuentro, allí, en vivo y en directo. Otro de estos episodios perturbadores lo tuve cuando viajé a Valparaíso. Andaba por avenida Pedro Montt, manejando mi camioneta, cuando me sorprendió el semáforo en rojo. Iba escuchando música y, de repente, veo que el auto de al lado lo estaba manejando Federico Sánchez. En ese tiempo, yo aún sentía cierto respeto por él y por su programa, así que me quedé observándolo. Quise decirle algo, incluso se me pasó por la cabeza la idea de pedirle un autógrafo, pero antes de que siquiera abriera la boca, él volteó y me miró con desagrado. QUE HUEÁ QUERÍ MONO CULIAO, QUE HUEÁ ¿TE DEBO PLATA? Me dijo, riéndose, y luego la luz nos dio verde y el salió hecho un pico, acelerando su Ford a todo lo que daba.


Al recordar estos episodios, yo niego con la cabeza. Aun estas 28 imágenes me perturban y trato de alejar otras que vuelven a mi mente: son tantas… Sin embargo, debo alejarlas. Al mirar por la ventana me doy cuenta que hay movimiento en el portón de acceso. Algunos ejecutivos emergen detrás de la puerta y se despiden, otros conversan un rato, pero luego se alejan en dirección a sus vehículos. Por fin, detrás de ellos aparece Federico Sánchez, sin chaqueta, pero con su característica camisa blanca y la humita, riéndose de algún chiste que le cuenta quien va a su lado, quien no es otro que Comparini.


El viejo lleva en su mano un bolso que su compañero se ofrece a cargar. Federico acepta y le da un golpecito con su bastón en la espalda. Ambos cruzan sonriendo el trecho de pavimento que los separa del automóvil, felices y aliviados, con cara de día viernes, mientras yo los sigo desde la ventana de mi camioneta, apuntándolos con la mira de mi fusil.


Al observarlos, en todo caso, otro recuerdo llega a mi mente. Es extraño y desagradable. Una tremenda coincidencia hizo que una noche de sábado yo volviera a mi casa a pie, y que en la entrada de mi edificio, me encontrara con Federico Sánchez orinando frente a la entrada principal. Era obvio que estaba más curao que la cresta, pero lo peor era que cantaba e insultaba, alegando en contra del edificio. Decía que era una porquería de construcción y que el arquitecto culiao valía callampa, que era una vergüenza para la ciudad. Comparini estaba unos metros más atrás y lo esperaba. También él estaba raja de curao, pero se mantenía en silencio. Lo miré y él se sorprendió o se asustó, no sé. Yo igual andaba con algunas piscolas en el cuerpo y me sentía más irritable que de costumbre. Cuando llegué a la puerta, le dije a Federico Sánchez que por favor se hiciera a un lado para pasar y que se dejara de mear el edificio. Él me miró y se rio: Sabis quien soy yo hueón, me dijo. Sí, le respondí, por favor, déjeme pasar y deje de mear la puerta. Entonces, el me insultó. Ándate a la chucha gil culiao, me gritó. Allí todo se fue a la mierda.


No sé entonces qué hice. Lo único que recuerdo es a Federico Sánchez en el suelo y el chorro de orina saliendo para todos lados. En el suelo le di una patada, pero entonces Comparini se acercó y me detuvo. Mientras forcejeábamos, me di cuenta que, en la esquina, junto a un Toyota Tercell, Claudia Conserva y el Pollo Valdivia se reían de nosotros. Los dos también estaban raja y se afirmaban del capo para no caerse. Qué mirai conchetumare, le grité al Pollo Valdivia, Si esa maraca te cagó.


De pronto, Comparini me dio un golpe en el brazo derecho y yo le devolví un combo en el hocico que sonó la raja, el mejor que he pegado en la vida. Comparini cayó al piso, sobre los restos de orina de Federico Sánchez y, luego de insultarme, se levantó aún más rabioso. Yo miré su rostro: sus ojos estaban rojos y me miraban fijo. Su semblante estaba rígido y su boca se movía con espasmos. Desde ella salían palabras rápidas e inentendibles, aunque yo creo que solo me insultaba. Cuando se me acercó, le pegué una patada en la pierna derecha y nuevamente cayó al piso. Entonces, Federico Sánchez se incorporó y me tomó por la espalda. AHORA, AHORA HUEÓN, gritó y Comparini volvió a levantarse con los puños cerrados, dispuesto a hacerme cagar a combos en el hocico. Me golpeó tres veces y Federico Sánchez me dejó caer al suelo.


Obviamente, entre ambos comenzaron a patearme y hasta llamaron al Pollo Valdivia y a la Conserva para que se les unieran. Recuerdo que la rucia me pegó la media patada en los cocos y luego se fue cagada de la risa al auto, como si aquello fuese la tremenda gracia. Yo, que me cubría como podía, hundiendo mi cabeza entre mis brazos, creí que esa noche moriría, que las patadas de Federico Sánchez, Comparini y el Pollo Valdivia, terminarían conmigo. Afortunadamente, apareció Lobitos, el guardia del edificio, que los echó cagando a todos.


A pesar de los consejos de Lobitos yo no quise ir al hospital a constatar lesiones. Contar todo lo que me había pasado sonaba demasiado ridículo y pensaba que nadie me creería, más aún si andaba pasado a copete. Irónicamente, dos días después, recibí una carta del juzgado citándome por una denuncia de agresión en contra de Federico Sánchez. Tuve que pagar más plata que la cresta y más encima firmar un documento en el que me comprometía a estar siempre a más de cien metros de él. Me dieron ganas de saltar sobre el juez y pegarle un combo igual o mejor que el que le di a Comparini. No sé cómo me contuve.


La verdad, ojalá allí se hubiera terminado la historia: no duden que ese ha sido mi deseo, pero, el destino tiene maneras extrañas de demostrar su poder. Meses después, vi a Federico Sánchez en una esquina de la Alameda. Estaba solo, comiéndose un helado. La gente lo miraba y se reía. Algunos se acercaban para pedirle una selfie o abrazarlo, diciéndole cuanto les gustaba su programa, pero él saludaba sin muchas ganas, mirando a cada rato su reloj, aunque no parecía muy apurado. Yo no quería verlo, así que intenté no llamar su atención. Por fortuna, al acercarme, él no recordó mi rostro y pude avanzar con seguridad, dando pasos largos y rápidos para cruzar pronto la calle.


Sin embargo, cuando solo me quedaban unos centímetros para llegar a la otra acera, algo ocurrió. No estoy muy seguro de qué fue. Al parecer, antes de dejarlo atrás, él giró y chocó conmigo, cayendo ambos al suelo. Yo me levanté enseguida y me sacudí la ropa. Luego traté de ver en que me había tropezado, pero entonces observé como Federico Sánchez se quedaba en el piso, con el helado chorreándose sobre sus pantalones, mientras la gente que estaba a nuestro alrededor llegaba para ayudarlo. Estoy seguro que él aprovechó el momento para decirles algo, porque la gente al tiro volteó hacia mí con mala cara.


De inmediato, algunos comenzaron a gritarme cosas. Otros, a golpearme. Una señora mayor me golpeó con su cartera, gritándome quién me creía que era que venía a atropellar a Don Federico, alegando luego por esta juventud prepotente. Yo miré a Federico Sánchez, y juré que me vengaría, pero no le dije nada. Tuve que huir.


Todos estos recuerdos se me aparecen ahora que tengo en la mira a este imbécil. Todas estas imágenes que estremecen mi memoria y mi presente han llegado con la fuerza necesaria para entregarme la seguridad que necesito. Es más, mientras lo veo acercarse al auto con lentitud, alejándose de los ejecutivos y los guardias, solo acompañado de Comparini, su perro faldero, aumenta mi concentración y se afina mi puntería, sin dudar por un segundo que así es como todo esto debe acabar. Decido, no obstante, esperar a que lleguen al auto. Allí no tendrán oportunidad, me digo. Además, el tiempo que demoran avanzando por el estacionamiento, es justo el que necesito para que se vayan los ejecutivos, y los guardias se distraigan.


Veo mi reloj, son las seis y veinte. Comparini apura un poco el paso y se queda de pie junto al vehículo, mientras que Federico Sánchez se acerca apenas. Se le ve cansado. Así y todo, tiene aún fuerza para pegarle en el poto a Comparini con el bastón. Al llegar al vehículo, registra su bolsillo y saca la llave. Me doy cuenta que este es el momento indicado y no espero más. Con toda la fuerza de mi odio retenido, aprieto el gatillo. La potencia del impacto hace que la culata del fusil golpee mi hombro, pero yo la sostengo firme, como me enseñaron en el Servicio. El tiro da de lleno en el brazo de Federico Sánchez, que cae al suelo, gritando de dolor, mientras Comparini se agacha, ocultándose detrás de la puerta abierta del auto. Ciego de ira vuelvo a disparar, intentando rematar al viejo, pero solo consigo darle al pavimento. Desde donde estoy, escucho con placer los gritos de dolor y los llamados de auxilio de Comparini, quien ni siquiera deja asomar la cabeza detrás de su escondite. -Sale de allí mierda –le grito– maricón.


Me decido entonces a tomar el bolso y sacar las cuerdas, los bozales, las esposas y todo lo demás que traje. Al salir de la camioneta, veo que Comparini comienza a correr, así que le doy un disparo en sus piernas. Quiero rematarlo, reventarle la cabeza con varios disparos, sin embargo, me doy cuenta que, desde el portón, los guardias gritan y comienzan a correr hacia donde yo estoy.


Desde mi lugar, les disparo certeros dardos a sus cabezas. Estos se incrustan de lleno en el blanco, abriéndolos como sandias, y chorreando todo su líquido rojo y viscoso al pavimento. Por unos segundos, los gritos de Comparini y Federico Sánchez se detienen. Están paralizados observando los cuerpos espasmódicos de los guardias con sus cabezas destrozadas. Yo volteo, enfadado, o quizás no enfadado, quizás más bien impaciente. Me acerco hacia Federico Sánchez, a quien tengo solo a unos metros y vuelvo a apuntar, aunque esta vez a su cabeza. Estoy a punto de apretar el gatillo, a punto de acabar al fin con la causa de todo mi resentimiento, sin embargo, justo en el instante en que mi dedo hace contacto con el gatillo, un objeto da en mi rostro, con fuerza, y me hace fallar. Junto a mi caen unas llaves. Al voltear veo a Comparini con la mano extendida, soportando apenas el dolor de sus piernas. Conchetumare, le grito.


Apunto hacia él. Pero entonces comienzo a escuchar la sirena de los pacos. En el poco tiempo que me queda, debo amarrar de pies y manos a Comparini y luego a Federico Sánchez, así que me apresuro. Ellos, claro, se resisten, aunque unas patadas a las costillas los ablandan.


Antes de subirlos a la camioneta les coloco un bozal y, ya arriba, los ato al asiento con la cuerda de cáñamo. -Hueones de mierda -les grito-, de esta no se salvan. Al partir, veo la cuca de los pacos. Ellos me ven y me gritan que me detenga, pero yo salgo hecho un pico, dejándolos bien atrás.


No se cómo llego a Avenida O’Higgins. Trato de buscar un lugar solitario donde terminar todo esto, pero, al mirar a mí al- rededor, solo veo tiendas, restaurantes y terminales de buses. Al doblar por República, nuevamente escucho la sirena de los pacos, sin embargo, cerca del Club hípico, vuelvo a escaparme.


Camino a mi departamento, ya más tranquilo, me doy el lujo de observar algunas de las construcciones antiguas de mi barrio-¿Y qué tal la iglesia? –le pregunto a Federico Sánchez, como si él pudiera contestarme -Ustedes son unos conchesumadres –les digo entonces, sin ele- var mi tono de voz–, son unos ególatras reculiados, ¿qué saben ustedes qué es o no bello, quien tiene o no buen gusto? Además, trabajan para ese canal de mierda, son unos hipócritas, parásitos de la pantalla. Por fin llegamos a una plaza cerca de San Isidro. Está bien ocul- ta detrás de algunos edificios y no hay nadie sentado por allí. De inmediato, saco a los dos de la camioneta y los llevo arrastrándose hacia el pasto. En todo momento voy apuntándolos e insultándolos.


Al llegar cerca de un árbol los hago detenerse. Ambos están sudados y tiemblan. Comparini se ha meado en los pantalones y Federico Sánchez me mira con un terror que jamás he visto antes. Yo, que respiro con dificultad, me levanto la polera y les muestro las marcas y cicatrices que me dejaron sus patadas de hace unos meses. Ellos no reaccionan. No creo que ni siquiera sepan de lo que les estoy hablando. De todos modos, comienzo a patearlos en el rostro y en la espalda, sin que ellos puedan siquiera defenderse.


A la tercera patada que le doy a Comparini, escucho nuevamente la maldita sirena de los pacos. Me detengo y miro hacia atrás. Fren- te a la plaza veo como cinco pacos armados se bajan de la cuca. Entonces, rápidamente tomo a Federico Sánchez y me enfrento al piquete, apuntando mi fusil contra su cabeza.


-Suelta el arma conchetumare –me gritan los pacos–, suelta, suél- talo. Ni cagando, les respondo. Retrocedo con lentitud mientras ellos siguen apuntándome. Mis dedos aprietan el pecho del vejete y siento sus latidos martillando. -Camina culiao –le digo–. Camina. Me voy acercando poco a poco a la camioneta, pero los pacos me siguen atentos, sin dejar de apuntarme. El puto silencio me revienta los nervios. -Pa adonde vai hueón –me gritan los pacos– si ya cagaste. Camino lentamente sin despegarme de mi rehén. Avanzo con pequeños pasos hasta llegar a la parte de atrás de mi camioneta. Quiero llegar al asiento del conductor, pero, al mirar hacia allá, veo que hay un paco arriba, frente al volante, mirándome sonriente. -Suelta a don Federico hueón –me dice, apuntándome con un fusil– Si ya cagaste, a todos nos gusta City Tour. Sorprendido y exhausto, dejo caer a mi rehén. Antes que los pacos lleguen, me siento sobre la hierba y respiro con los ojos cerrados. -Váyanse todos a la mierda –pienso–, mundo reculiao. Luego escupo sobre el rostro de Federico Sánchez, quien solo puede cerrar sus ojos. Al menos, me digo, van a tener que esperar unos meses para ver la próxima temporada.





de Un mundo Cualquiera

Ediciones Filacteria

2018







Gonzalo Vilo (Coquimbo, 1980). Escritor y profesor de inglés. Ha publicado el libro de cuentos “Dark Side” (La polla literaria, 2014). Editor de la revista y sitio web “Experimental Lunch”, en la cual promueve a diversos artistas y músicos emergentes a través de diversas plataformas, que van desde el papel hasta lo audiovisual. Se ha adjudicado el Fondo del libro y la lectura en el área de Creación y Cuento del Fondo Nacional de la Cultura y las Artes (2018), para la realización de su segunda publicación “Un mundo cualquiera” (Ediciones Filacteria, 2018).

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