top of page

La vida corriente: relato inédito de Juan José Podestá

En el aeropuerto observaba fijamente a una mujer de cabello rojo: siempre me habían gustado las colorinas, y ellas siempre me despreciaban. Quien me mirase supondría que estaba hipnotizado, pero la verdad es que en el fondo había perdido todo deseo, o eso quería creer. Mi hijo y mi esposa habían muerto cuatro meses antes en un balneario del Perú, y ya nada me ataba a nada. Dejé mi doctorado, cancelé algunas cuentas -no todas-, renuncié a mi beca por email y volvía a Chile con el único propósito de dejar pasar el tiempo, y ver si alguna vez las ganas de cualquier cosa volvían.

Faltaban dos horas para mi vuelo a Santiago, y una vez que la pelirroja se fue, me quedé observando a un niño que molestaba con ahínco a su hermana. No soporté las ganas de llorar y fui al baño. Lo había perdido todo, y en mi país, con suerte, tendría a los amigos que dejé; amigos cuyas palabras de consuelo me aburrirían, como ya lo habían hecho por teléfono. Quería llegar, acostarme y estar encerrado el tiempo suficiente para que nadie me preguntara nada cuando me levantase.

A Juan José Casanello lo vi llegar al sector de chequeo: imponente, digno, y un aburrimiento (¿tristeza?) infernal en la cara. Llevaba un maletín de manos y un saco para el vestón: el equipaje más liviano de todo el aeropuerto. Se registró, y fue a sentarse no muy lejos de donde estaba yo. Seguro que mi semblante no distaba mucho del suyo.

A veces los azares se conjugan, se mueven ciertas cosas y todo termina siendo como uno secretamente esperó. El hecho es que Casanello acabó en el asiento de la ventana, mientras yo estaba en el del medio de la misma fila. Su aspecto era el de un caballero a la antigua; sus ropas estaban almidonadas, la camisa impecable, manos pulcras -casi como talladas-, un perfume que no había olido nunca lo envolvía y un hermoso reloj llamaba la atención a cualquiera que pasaba por el pasillo del avión. Nos miramos y nos saludamos como dos incompatibles compañeros de fila. Por supuesto, yo me veía muy distinto: chaqueta de mezclilla, una camisa arrugada y unas zapatillas nada elegantes, que había comprado el primer año de mí llegada al Perú para hacer un doctorado en historia. Admiré la forma solemne que tenía de pedir un trago, la manera en que pronunciaba las “gracias” o sus gestos de cordialidad a las azafatas. No era chileno, y eso se notaba. Sólo después de un rato de viaje supe que era italiano; se había puesto a cantar en voz baja una canción que yo le había escuchado al profesor Rimassa, cuando nos íbamos de juerga por las calles limeñas. Se lo expresé, y así fue como empezó todo.

Después de conversar de algunas cosas sin importancia, casi como obligados a hablar, empezamos a interesarnos casi sin darnos cuenta, quizás sorprendidos de que algo volviera a llamarnos la atención. Me contó que tenía 65 años (menos de los que yo pensaba), que era empresario textil y había cumplido 25 años de residencia en Lima, donde vivía, no podía ser de otra manera, en Miraflores. Yo le narré qué hacía en Perú, y se interesó mucho en la idea de mi investigación (una tesis sobre la influencia de Ricardo Palma en la crónica periodística peruana). Hablamos largo rato sobre “Tradiciones Peruanas”, sobre la vida de Palma y de literatura andina. Era empresario, pero extremadamente conocedor de literatura y arte. Ello me llamó la atención, pues mis prejuicios y experiencias habían creado una imagen nada favorable de ellos.

Ítalo Casanello era un conversador envidiable. Me habló de su pasado en las Brigadas Rojas en la Italia de los años setenta, de cómo la policía había llegado a su casa sospechando que había tenido que ver con el famoso caso Moro. Lo cierto es que luego de aquello se fue con su señora e hijo al Perú, donde ayudado por la inmensa comunidad italiana, había puesto un negocio de telas, que era de lo que más sabía después de política, pues su padre y su abuelo habían sido empresario textiles. El nunca había querido seguir la empresa familiar, y en Italia trabajaba haciendo unas clases de historia en colegios pequeños, ya que nunca obtuvo el título. Las ganas de una revolución y la necesidad, hicieron que terminara en Perú llevando el mismo negocio que sus progenitores. “Así que usted también es profesor de historia”, le dije, “Pero sin título, no como tú, todo un intelectual. Yo pasé de ser un revolucionario a un empresario que a veces conversa de historia. O eso creo” afirmó, mirándome con una cara que, de una rara forma, me enterneció. Ítalo hizo una pequeña fortuna en Perú, y dos años después de la llegada se separó de la esposa, y ésta se vino a Chile con el hijo todavía pequeño. Y a eso venía. Venía por algo que a mí me sonó aterradoramente familiar: su hijo en Chile se convirtió en un rockero famoso, y hacía casi un año había muerto de una sobredosis de cocaína en un departamento en el centro de Santiago. Una semana después, la madre se suicidó tomando somníferos. Casanello vino primero al funeral de su hijo, que tenía de 35 años (la misma edad mía), y luego volvió al entierro de su ex esposa. “Ya no tengo a nadie, me quedan mis telas, mis trabajadores, unos tragos al almuerzo y una amante que me desea sólo por el dinero, que tampoco es tanto”, me dijo con una calma que ojalá yo llegue a recobrar. Ahora regresaba por algo muy “puntual”, detalló: conocer el departamento en que murió su hijo. Ya la pena mayor se le había pasado, confesó, y estaba en condiciones de ver lo que siempre quiso. “No sé por qué mi hijo llegó a convertirse en un adicto”, afirmó como lejano. Me contó que lo había visto pocos meses antes de su muerte, y habían compartido como los buenos amigos que eran, pues durante todos esos años se habían encargado de mantener un estrecho vínculo, a pesar de las distancias. Comieron pastas como locos en el departamento del hijo, que venía saliendo de una separación; cantaron, lloraron y se rieron como nunca. “No vi nada raro, a excepción de su aspecto, peor que el de los jipis de mi época” rió, y sus ojos se humedecieron. Lo que quería ahora, sólo respondía a un muy íntimo y profundo deseo, “sólo ver dónde carajo murió mi hijo”, ¿tengo derecho a saberlo, no?”, meditó frente a mí. El que me haya contado su propósito casi me quebró

Como iban las cosas, no podía mentirle. Le conté el motivo de mi regreso definitivo a Chile, y Casanello sólo me agarró el hombro, mientras sus ojos se hacían tan profundos como el cielo que en ese momento envolvía el avión. Mi historia era mucho más corriente. Una playa, una mamá y un hijo de dos años que van a la orilla a tomar la temperatura del agua; una ola cabrona, unos gritos, un niño que se ahoga, una madre que trata de rescatarlo, un padre que está comprando despreocupado unas bebidas y al final, al final de todo, dos muertos.

Las cinco horas de viaje a Santiago se hicieron breves. En el aeropuerto Arturo Merino Benítez nos dimos un abrazo tremendo después de haber retirado nuestros equipajes, y cuando un taxi se detuvo para llevar a Juan José, éste me dijo: “¿Me acompañas? Le pregunté, aunque ya lo sospechaba, que adónde. “Acompáñame”, repitió. En el taxi dijo la dirección: voy a la calle Mosqueto, en Santiago Centro. Le dije que yo había vivido ahí en mi época de estudiante, y charlamos sobre el sector. “El día de su muerte, Franco había estado todo el día de fiesta con sus amigos en el departamento de uno de ellos en esa calle. Yo me enteré de dónde había sido pues me lo contó uno de sus mejores amigos. Consumieron eso ya en la noche. Como a las dos y media Franco empezó a sentirse mal y antes de que colapsara, en un hecho incomprensible, se tiró del departamento. Eran ocho pisos. La autopsia reveló que él ya estaba muerto por un infarto antes de caer. Sobredosis”. Yo no supe cómo era capaz de contar aquello.

Cuando llegamos a Mosqueto -los dos con nuestros equipajes a cuestas-, se reveló lo que para mí era obvio. El edificio y el departamento donde murió Franco, era el mismo donde pasé mis largas tardes de estudiante de licenciatura en historia.

Por supuesto, no hicimos amague de entrar al piso; sólo nos quedamos mirando la ventana donde un rockero dado al exceso se tiró en el curso de un infarto producto de la cocaína, y donde yo había pasado los mejores años de mi vida con la mujer que me acompañó al Perú, y que murió ahogada con el hijo que me había dado.

Juan José Casanello miraba el edificio, ceñudo, misterioso, triste, como si quisiera atravesar el muro de concreto y la ventana y ver el lugar donde el hijo había pasado su último día.

Después nos fuimos a tomar un trago.






Juan José Podestá (Tocopilla, 1979). Escritor, periodista, diplomado en Crítica Literaria y magíster en Literatura Latinoamericana. Ha publicado "Novela negra" (poesía, Cinosargo. 2010), los libros de relatos “El tema es complicado” (2013) y “Playa Panteón” (2015) ambos bajo el sello editorial de Narrativa Punto Aparte.


bottom of page