Sombras de Hiroshima: novela de Mauricio Murillo (fragmento)
Antes de cumplir diez años encontré un álbum con fotos de animales mutantes. Las fotos eran de criaturas deformadas por haber quedado expuestas a la radiación. La primera vez me quedé mirando la imagen de un perro, un cocker spaniel beige que dirigía sus ojos vidriosos y buenos directamente a la cámara. Supe que en el momento en que le tomaron la fotografía estaba muerto. Del cuello para abajo su cuerpo se derretía o se ramificaba en una estaca hecha de tejidos enredados, carne apretada y patas atrofiadas. La cabeza se formaba completa, intacta y sin imperfecciones. Al bajar la vista encontré en el cuerpo del perro lo que nos espera en este territorio ambiguo al que llamamos vida, una maraña asquerosa de huesos, piel y deformidades.
Otra fotografía era de la cría de un chancho. Parecía el feto seco de una llama. La cabeza era pequeña. A primera vista no se podía reconocer de qué tipo de animal se trataba. Apenas se lograba distinguir su hocico y sus colmillos pequeños y filudos. Las orejas parecían trapos viejos. El cuerpo tenía seis o más miembros. Se duplicaba creando dos torsos que compartían una cabeza que lo asemejaban a una araña pisoteada. Ahí estaba la cabeza de ese bicho que se podía confundir con la de cualquier otro animal podrido. La colección estaba formada por fotografías como las dos que les acabo de describir.
Era de mi abuelo. El álbum del que les hablo era de esos que uno encuentra en las casas de familias del siglo pasado. Las tapas arenosas con imágenes de paisajes ingleses, de flores o de cachorros metidos en una canasta. A diferencia de los retratos que se conservan en los hogares llenos de gente y de ruido, en la casa de mi abuelo uno podía toparse con ese tipo de recopilaciones fotográficas. En el álbum donde hallé las del cocker y del chancho, estaba pegado un papel al reverso de la tapa. Era una frase que mi abuelo había transcrito. “Ahora me he convertido en El Tiempo, destructor de mundos”. No fue mucho después que tropecé con la colección de sombras sin cuerpos.
Si les interesa saber, tendría que empezar contándoles que crecí en una casona grande en un pueblo cerca de la ciudad. Nunca conocí a mis padres y estuve a cargo de mi abuelo desde que me acuerdo. Me crió un cuerpo que siempre fue viejo en una casa desgastada. Mi hogar estuvo marcado por el deterioro. Las paredes de nuestra casa eran blancas, pero entre el polvo y enredaderas oscuras y secas, yo recuerdo su color como de una tonalidad que solo se logra con el paso del tiempo. Estaban manchadas, con marcas de humedad, percudidas. Como un cliché, el jardín tenía el pasto crecido hasta mis rodillas. A un costado de la construcción había una piscina vacía con una capa de agua estancada en el fondo con sapos que nadaban entre sapos muertos. También teníamos un columpio averiado que cada tanto reparaba mi abuelo y que todo el tiempo terminaba inclinado hacia un lado. Atrás de la casa, todavía dentro de los límites de la propiedad, se levantaba un bosque con árboles altos al que casi nadie iba. En el centro de ese bosque había un pantano donde iba a botar piedras o juguetes de los que me aburría.
Varias veces sospeché que la presencia de una casa espaciosa que se desintegraba poco a poco tenía que ver con el organismo de mi abuelo, que se avejentaba de manera perceptible y bastante rápida. De eso nunca tuve duda. Mi abuelo, desde que tengo memoria, iba deteriorándose y yo era testigo de eso.
Se inspiró en algún libro que leyó o en una película que vio y le puso un nombre al territorio que habitábamos. Hizo colgar una placa en la reja de entrada donde se leía el nombre del caserón, del bosque, del pantano y de todo lo que cabía entre los muros que delimitaban la propiedad. La bautizó Yubarta.
Mi abuelo también guardaba volúmenes grandes que contenían tratados que sostenían la posibilidad de una guerra nuclear y profetizaban lo que esta le haría a la humanidad. No sé por qué los leía, pero los disfrutaba y pasaba tardes revisando lo que otras personas habían escrito años atrás. A veces me obligaba a imaginar cómo sería que veinte millones de personas desaparecieran de la faz de la Tierra en cuestión de segundos. O cuarenta millones. Cómo el planeta quedaría semivacío y en ruinas. Le gustaba hablar de la caída de edificios enormes y de tormentas de fuego.
Volví a recordar todo esto –los animales mutantes, la piscina, el pantano, a mi abuelo y a Yubarta– cuando varias noticias de mi pueblo me llegaron de golpe y me obligaron a recordar y a recrear el pasado. Así me enteré del asesinato de Alicia Villanueva y de la existencia de Mirko Maidana. Con él llegaron el daño y mi desgracia.
Mauricio Murillo Aliaga (La Paz 1982) En 2010 ganó el Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo con su relato “El torturador”. En 2011 publicó Los abismos posibles (Editorial El Cuervo), su primera novela. Ha publicado cuentos en distintas revistas digitales y antologías. En 2017 publicó Sombras de Hiroshima (Editorial 3600), su segunda novela.