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Órganos vitales: cuatro relatos de Adolfo Macias

CABEZA

Mi cabeza es un toro. Debo embriagarla para que se detenga. Entonces me paseo por la ciudad, con un globo de champaña en los dedos y una niña con ojos de asesina. Son días serenos pero raros, porque mi cabeza no puede estar ausente mucho tiempo. Como ya dije, es un toro o un licántropo con visos de sadismo. Todos pueden admirar sus nobles proporciones, su hueso níveo y ensangrentado, donde late un cerebro ordinario como el de un emperador romano. Dice un amigo que mi cabeza es mi síntoma, porque no puedo pararla, una especie tumor que florece sin cesar, un astro de año nuevo. Me trae planes fastuosos sobre el futuro del arte, sueña largas visiones como zepelines inmensos bogando por las páginas, espectáculos como gigantes con testículos de alto voltaje. No le puedo hablar de humildad porque se burla y me trata como a un perro, sujetándome a su férrea mano por una cadena de silogismos. Mi cabeza es un millonario en el país de las oportunidades, un sano y terco creador de ciudades en el desierto. Está enferma de gloria y desfiles estrambóticos, y no acepta nunca un no como respuesta. El otro día me decapité, la metí en una canasta y fui a dejarla en el páramo de El Ángel. Allí se quedó en silencio por un rato, junto a las aguas imantadas de un lago. Le di de fumar unas caladas de mi cigarrillo y ella sonrió melancólica. “¿Así que piensas dejarme? Después de todo lo que hice por ti, triste aprendiz de escribidor, ¿vas a dejarme?” Sus palabras quemaban suavemente la paja. Yo corrí hacia el auto y arranqué, con el pecho encogido de culpa y temor. A lo lejos quedó ella, expuesta a los rayos del temporal que se iniciaba. ¡Yunque dispuesto a los embates del filósofo! Pobre, mi cabeza. Por las noches la sueño de hierro, como una mazmorra. Yo soy un niño vestido de primera comunión y la sostengo entre mis dedos. Entonces me muestra las profundidades del agua, como un salón esmeralda, y ambos lloramos con la emoción de la belleza intocada.

CORAZÓN

Mi corazón está triste, es un decir. Por supuesto: es sólo un músculo que bombea sin cesar, late en un hueco oscuro y sangriento, como un niño de esos en las fotos, cubierto de hollín, en una mina. ¡Te jodiste, hijito, ni modo! “Mi corazón es como un ave de luto”, me dan ganas de decir, recordando al niño enjaulado en casa de su abuela, con un plato de comida y una empleada sin zapatos, junto a la cual veía las telenovelas de la tarde en una salita, junto al piano mudo. El piano que no cantaba. Mi corazón es un piano de plumaje negro y sedoso. ¿Pero por qué un piano? ¿Por qué con plumas? ¡Qué mierda las metáforas, cuando me creo elegante! ¡Qué piano ni qué piano! Mi corazón es como un topo con hambre que avanza en la oscuridad de la tierra, olfateando sangre. Un ser obstinado y primitivo, como un lagarto, obedece a un ciego instinto y me devora, latido a latido. Mi corazón me devora y devora mi tiempo, me toma por la coronilla y me engulle entero desde el cráneo hasta los pies, todos los días. ¡Uno, dos, uno, dos! ¡Adentro! Con cada latido abre y contrae su garganta para que yo pase, con todo y zapatos. Pero esto, debemos todos coincidir, es demasiado. ¡Un lagarto! Demasiado animal para este musculito ensangrentado y elástico, que palpita en mi pecho y da tristeza. Tristeza que me vuelve niño, ese niño cubierto de lodo, traído por mamá a terapia y que no quiere saber nada. Niño arisco y huraño: niño cuervo, niño vomitado por una chimenea, niño salido de un pantano, niño embadurnado de brea. ¿De dónde carajo vienes, pequeño hombrecito? Welcome my son, welcome to the machine! Dice Roger Waters en esa canción tan hija de puta. Bienvenido, hijo mío, a la familia. “Aquí te vamos a despellejar y a quitarte el silencio de la boca de un sopetón, te vamos a bañar y a poner zapatos, te vamos a enseñar tu nombre y a decir, al derecho y al revés, las tablas de multiplicar. Me disgusta mucho verte callado, boquiabierto como un idiota. Pero ya aprenderás, hijo mío. Vas a crecer, pero mal. Recordarás tus breves momentos de felicidad como un sueño. Crecerás devorado por los latidos de tu corazón. Serás un topo sediento de sangre avanzando en busca del sol, pero solo hallarás tierra, gruñido y uñas. Te faltará el aire y lo que respirarás a bocanadas será algo ardiente e indefinible, como el odio. La tierra se seca entre tus dedos. Sufres. Así que mírame y cierra la boca. No trates de provocar mi piedad. Soy el señor Cabezota y así debes tratarme: Sí señor Cabezota, no señora Cabezas, lo que usted ordene, Mr. Punkhead. Y punto. Y sobre todo, no trates de matarme cuando duermo, porque te cuento: para vergajos como tú tengo siempre un ojo abierto y la porra lista”. Yo escucho y callo. Soy un niño de lodo frente a los sabios de la Academia. Un objeto perturbador no identificado. Soy flaco y hambriento, estoy cubierto de una costra negra y apesto. Madre pantano, madre cloaca, diría Sábato. Madre Sábado, Madre Sabbath. Madre cochina. Ronco y chillo como un marrano en el matadero. Me cago en sus mercedes. Soy un niño asesino. Prefiero dormir en la calle que sobre un colchón cálido, bajo dos manos monjiles. Quiero bailar sobre tu cadáver y morder tus vísceras, Dr. Encéfalo. Debe sentirse dulce tu sangre en mi boca, debe ser hermoso desprenderte la piel de la cara, despellejarte la mueca de autoridad satisfecha que pones delante mío. Me han arrancado de mi madre primordial y apesto. No debieron jamás hacer eso. Les va a pesar, les va a pesar. Usaré mis poderes para vengarme. Haré que sus estómagos los devoren desde dentro y sean su propia bazofia. Se comerán y cagarán enteros, hasta ser mierda completa. Te odio, profesor, te odio, hermano, te odio, padre. ¿Por qué me hiciste esto, madre? ¡No debiste sacarme de la mina, donde era embrión, donde la noche latía como un gamo enamorado! ¡No debieron jamás abrir ese piano para tocar sus putas rancheras, cuando yo era silencio, sarcófago santo, paz perpetua! No debieron jamás hacer eso, dice el cuervo: no debiste, Mr Punkhead, arrancarme del silencio y coserme sobre los hombros ese bulto de estropajo y cuero, blando, atormentado como pelota de fútbol pateada por cien colegiales en un día de lluvia. Ahora me parezco a ti, Señor Cabezota. Qué destino más hijueputa ser pelota de fútbol. ¡Toma, toma, toma! Con cada patada me aturden todavía más, me duele la cabeza y llueve, llueve, y me alejo: quiero mirarlos desde el cerro y pensar que soy un mago oscuro, provisto de un rayo en mi dedo índice.

ESTÓMAGO

Mi estómago es un ansioso animal. Cuando no tengo hambre, se mueve en otra dimensión; lo que era necesidad de alimento se vuelve necesidad de algo indefinido pero a la vez impostergable. Vamos, amigo, haz algo para llenar el vacío, tensa esos músculos y asústate un poco para que te muevas, no podemos vivir así o corremos el riesgo de desaparecer, me dice. Entonces me encorvo, encojo mis hombros, fumo un cigarrillo tras otro e imagino que las cosas pueden salir mal. ¡Es un vértigo intenso en mi vientre, un grito fantasmal y eléctrico, el que siento en ese instante! La ansiedad que sentiría un jugador de ajedrez ante las ramificaciones infinitas del juego y la derrota impredecible; pero qué digo, la ansiedad, más bien, del jugador que mira la ruleta girando en su contra, con la posibilidad de que por una vez todo se vuelva a su favor… Así es mi vida, damas y caballeros. Y es mi estómago el sitio del remolino. ¿Y ahora?, me dice, ¿Y ahora? Yo lo siento urgirme en mi interior y camino —camino y camino en círculos— con mi mente en ascuas. ¿Y ahora?, me pregunto yo mismo, haciendo eco de mi estómago. ¿Y ahora? Luego espío por las ventanas y me preocupo. ¿Vendrá una plaga de langostas sobre la ciudad? ¿Terminará el mundo antes de que yo termine este libro? ¿Vale la pena el libro que estoy escribiendo o es una simple suma de necedades? ¡Qué miedito más hijo de puta! Y es que mi estómago no tiene medida: quiere mi futuro entero, quiere digerirlo por completo y asegurarme un mágico triunfo sobre la complejidad y la muerte. Pero esto, lamentablemente, es mucho pedir. Tal vez este sea el motivo de que ayer por la mañana me haya sorprendido cuando, al bajar por la calle Ante, divisé un rotulito en el segundo piso de un viejo edificio de oficinas, junto al Gobierno Provincial: “Encantador de estómagos, resultados sorprendentes. Citas al 2285545”. Inmediatamente supe que mi mal no era privilegio de un solo individuo en el Universo. En la antesala deben sentarse otras personas como yo, tensas y atormentadas, con los hombros levantados, el vientre hundido y la nuca pegada a sus espaldas, como gárgolas de ojos aterrados. Mañana lo sabré. Por el teléfono, el especialista me trató con amabilidad y me hizo saber que solo bastaba cierta terapia para calmar mi vientre, reducir el vértigo y dejar de experimentar la incertidumbre monstruosa de lo humano. La imaginación es un regalo estúpido de Dios, vamos a deshacernos de ella, aseguró con petulancia profesional. Solo así, querido amigo, usted compartirá la beatitud de los gatos y las mecedoras. ¡Me enrojecí hasta las orejas al sentirme entendido! Tomé la cita, por supuesto.

OJOS

¿Qué clase de arcángel o demonio pudo crear esas canicas vivas, en cuyo vidrio sensitivo se abre y contrae una flor? Pozo de carne donde penetra la luz y roza las recámaras del corazón con un paisaje de sangre. Ojos de niño, que vieron el milagro del agua atormentada, del azul fundido entre las rocas. Roca negra de erizos, sol estentóreo que se para sobre un ceibo y suelta un alarido de color limón. Ojos para las ratas del viejo malecón, junto a las aguas pesadas del río. Ojos que recorrieron con veneración las páginas de mi primer Borges, cuyas letras imitaban los cánones de un cielo de caligrafía persa. Ojos míos que vieron a mi hermano y mi padre golpearse con los puños frente a mi cama de convaleciente. Ojos testigos del suicidio alcohólico de mis amigos y de algunas vergüenzas propias. Estos ojos míos son animales fantásticos, digo: dos bolas adoloridas que se repliegan tras las lágrimas y giran como lunas muertas alrededor de un astro pensativo. El que piensa no mira: se sumerge en un mundo vago, en un desierto hecho de semejanzas, ausencias, fantasmales habitaciones con escenas de su vida pasada. El que reflexiona se queda ciego y se bambolea, como herido por algo. Es por eso que tengo una cajita para ellos. La compré en un viejo almacén de prótesis y aparatos ortopédicos de la calle Junín. Ignoro si los que llevo ahora son los míos, originales, o los de vidrio. Y es que tal vez perdí los míos en alguna borrachera siniestra o se los quedó un traficante como forma de pago. Hay lugares donde se queda algo, supongo (puedo enumerar un abrigo color camello, nueve libros notables, dos celulares, un diente y un zapato). Pero no me puedo quejar; los de vidrio, de todas formas, funcionan, aunque me hacen sentir ajeno al mundo. Eso explica mi manera incierta de caminar, ese aire medio distraído que me caracteriza ahora: como de no saber por dónde voy, porque me da igual. Sencillamente, todo me da igual. La ciudad es una inmensa baratija con agujeros en las paredes. Sólo me conmuevo cuando mis ojos se abren de nuevo dentro de un sueño y veo nítidamente alguna tontería prodigiosa: una motociclista con cuerda de hojalata o un insecto. Pero esos ojos, vaya usted a saber cómo, no son de este mundo.

Adolfo Macías Huerta (Guayaquil 1960). Ganador del Premio Nacional Joaquín Gallegos Lara por su libro de cuentos El Examinador (año 1995), Adolfo Macías ingresa al género de la novela con Laberinto junto al mar (Editorial Planeta, 2001). Su segunda novela El dios que ríe (Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2007), muestra un ensamble de géneros diversos, hábilmente entrelazados en una trama que oscila entre la fantasía y la realidad, mostrando algunas de sus obsesiones: la presencia de personajes femeninos arrebatadores, el absurdo existencial, el desborde del erotismo y la ironía social. Posteriormente publica La vida oculta (El Conejo, 2009), novela de trama policial y metafísica, con la cual prosigue una fusión formal entre la narrativa, la fotografía y el diseño gráfico. Con su cuarta novela, El grito del hada (Eskeletra, 2010), se hizo nuevamente acreedor al premio Joaquín Gallegos Lara al narrar las peripecias de un grupo de artistas en Quito, durante los años ochenta. Su segundo libro de cuentos, Cabeza de Turco, fue publicado en el año 2011 por Editorial El Antropófago y contiene una colección de relatos relacionados a la magia y la historia de las religiones. Su penúltima novela en publicarse es la comedia titulada Precipicio portátil para damas (Seix Barral, 2014). Pensión Babilonia fue galardonada en el 2013 como mejor novela por el Sistema Nacional de Fondos Concursables del Ministerio de Cultura del Ecuador. Con una trama en el estilo de la novela negra, el autor nos introduce en los oscuros incidentes provocados por la Sociedad el Rito Terminal, la cual promueve el suicidio como un espectáculo teatral. Recientemente se publicó en Colombia y Ecuador su última novela, Las niñas (Seix Barral, 2016).

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