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Los Decapitados: novela de Iván Gutiérrez (fragmento)


ANTES

Felipe Granado colgó el teléfono. Eran las diez de la mañana de un día caluroso. Eran los primeros días del mes. Habló con su hermana. Ella, la Granado mayor, estaba en otro país. Trabajaba y hablaba con Felipe, y él ya lo tenía todo pensado. Comenzó a pensarlo cuando escuchó hablar a Arturo Borja sobre despedidas y últimas giras. No le contó nada a su hermana, le dijo lo de siempre y, mientras hablaba, asumía el presupuesto del viaje, preparaba la partida, el recorrido y la vuelta. Según sus cálculos tardarían unas dos semanas, y si se mantenían dentro del margen podía volver con algo de dinero. Sobrevivir hasta los primeros días del siguiente mes, hacer la misma llamada y todo volvería a ser como antes. Entonces se concentró más en la conversación, en eliminar los indicios de cualquier sospecha. Al colgar se sentía liviano y dio vueltas por la habitación. Miró por la ventana. Sabía que él podía lograrlo, sabía que las limitaciones no eran muchas y decidió no pensar en ellas. Se excitó con la idea de un Arturo Borja muerto, con los titulares de los periódicos, con las reediciones de discos y grandes éxitos. Comenzó a planear, a establecer una idea básica que le permita llegar, hacerlo y escapar. Los tres puntos primordiales. Comenzó a transformarse poco a poco, mutando en algo o alguien que todavía no sabía qué o quién era. Se quedó mirando por la ventana y recordó algunas cosas en las que ya no pensaba. Había leído que en alguna parte del mundo se comían monos vivos; el restaurante donde los servían tenía unas mesas con un hueco al centro que era del tamaño exacto del cuello del mono. Los clientes golpeaban la cabeza del animal hasta dilatarle los ojos, después el mesero la abría para dejar los sesos descubiertos y listos para ser comidos. Mientras mayor era el golpe mejor era el sabor. El mono no moría de forma inmediata, lo más probable era que siguiera vivo por un rato. Felipe lo recordó de repente, hasta que escuchó la caldera y se sirvió una taza de café. Volvió a la ventana y trató de congelarse en cualquiera de las imágenes de la calle. Recordó que el primer año de un perro equivale a veintiún años humanos, y que cada año canino posterior es de cuatro años. También recordó que la orina de los gatos brilla bajo la luz negra (ultravioleta), y que los ojos de los animales nocturnos pueden ver bien de noche debido a un compuesto blanco en la retina llamado guanina, sustancia que proporciona una superficie reflectora que hace que la luz rebote dándole a los ojos del animal una segunda oportunidad de absorber la luz de las imágenes. Es por esta luz reflejada que los ojos del animal parecen brillar en la oscuridad. También recordó que todas las termitas del mundo juntas pesan diez veces más que todos los humanos. Después no recordó nada y bebió su café.


Los datos curiosos lo habían atormentado, lo habían perseguido todo el tiempo. Había leído muchas veces el libro que olvidó su padre antes de irse, probablemente lo único que le había dejado. El libro era rojo y el título era de letras amarillas. Datos curiosos. Eran muchas hojas llenas de datos excéntricos, de alucinaciones constantes del padre, información que no podía comprobar o que tal vez sí, pero no le interesaba.


Felipe caminó hasta su escritorio, buscó el libro y se sorprendió por la fidelidad de su recuerdo, por la memorización absoluta de cada pasaje. Lo había leído muchas veces, se había internado en cada fragmento, en distintos periodos de su vida, pero nunca encontró alguna respuesta clara. Hay padres que dejan una navaja o una agenda, hay otros que dejan una biografía célebre o un diario, otros que dejan una golpiza y palabras fuertes en un escenario dramático. Hay muy pocos que dejan datos curiosos, porciones mágicas para tapar algo, algo que Felipe nunca intentó buscar y que tampoco encontró. Buscó un fragmento entre la página cuarenta y cinco y cuarenta y seis. Decía que la silla eléctrica fue inventada por un dentista, Harold P. Brown, y que el primer hombre ejecutado por electrocución fue William Kemmler, quien utilizó un hacha para matar a su familia. Esto pasó el 6 de agosto de 1890 en la prisión del Estado de Auburn, en Nueva York. Brown condujo varios experimentos antes de llegar a la versión definitiva. El equipo era de Thomas Alva Edison. De acuerdo con un reporte oficial, el procedimiento duró ocho minutos.


Felipe Granado llamó a Sofía. Hablaron un rato sobre los encargos que tenían pendientes. Entre los dos podían hacer bien las cosas, no había limitaciones y el uno complementaba al otro; eso les gustaba a ambos. Aunque Felipe era un tipo más paranoico, trataba siempre de dirigir cualquier situación, pero en el fondo esa actitud no molestaba a Sofía. El problema era otro, radicaba en un tercero: Pablo Ríos.


Pablo Ríos tenía un departamento en el centro de la ciudad. Su madre lo había abandonado y al poco tiempo su padre se fue al extranjero. Él y Felipe Granado se conocieron en la facultad y un tiempo después apareció Sofía. En algún momento los tres decidieron construir el grupo: Los invisibles.


Pablo Ríos intentaba levantarse de la cama. La noche anterior había vigilado a Humberto Suarez. Lo había seguido, había memorizado toda su rutina. A Pablo le gustaba observar, mirar sin ser visto, hablar poco y las películas de detectives. El trabajo de Pablo consistía en eso, averiguar las actividades cotidianas de sus clientes. Por lo general tardaba unas dos semanas, tiempo que él consideraba suficiente.


Humberto Suarez era arquitecto, amigo de un amigo de Felipe. Estaba casado, llevaba una vida tranquila y no tenía hijos. Su mujer se había ido con sus hermanas de viaje, recorría Europa con el dinero que les regaló su padre. Le contaron a Humberto sobre Los invisibles y decidió tomar uno de los planes que ofrecían. La primera vez que se contactó con ellos habló por teléfono con Sofía y su voz le pareció completamente seductora. Ella no dijo mucho, cerró el trató y sintió que Humberto estaba nervioso. Después de concretar todo, no supo más de ellos.


Felipe contestó la llamada de Pablo y quedaron en verse en dos horas. Sofía llegó tarde y decidieron hacerlo al día siguiente, cuando Humberto saliera para el trabajo. Primero entrarían a la casa. Esperarían hasta las seis, hora en la que Humberto regresaba. Felipe estaría en el baño y Pablo detrás de la puerta de su habitación, los dos encapuchados. Sofía esperaría en la calle, dentro de la vagonetita, y daría la señal cuando su cliente llegara. Después golpearían a Humberto, lo desmayarían y usarían el cuarto de empleada para tenerlo encerrado tres días. Pablo y Felipe tenían el tiempo suficiente para acondicionar la habitación. Retirar la cama, la mesa de noche y el pequeño ropero. Tapar todos los huecos por donde la luz podría filtrarse y acomodar un colchón en el suelo. Después Sofía entraría a la casa y esperarían a que Humberto reaccione. Al abrir los ojos, el arquitecto estaría encerrado en una habitación oscura, sin ruidos y sin indicios de que está en su casa. Todo comenzaría a desvanecerse en el miedo y en la excitación.


Durante los cuatro días, cada dos o tres horas Humberto recibiría una golpiza de un encapuchado, comería muy poco, la luz se prendería y apagaría periódicamente, escucharía gritos histéricos, no sabría si es de día o de noche y de vez en cuando pondrían un poco de música clásica. La única cláusula del contrato era que bajo ningún motivo las cosas se detuvieran. Todo tenía un inicio y un final bien preparado. Humberto aceptó y todo pasó como habían quedado. Siempre se pagaba por adelantado. Una vez que las cosas terminaban, el cliente despertaba en otro lugar de la casa y no sabía nada de Los invisibles.


Los invisibles se reunían en el departamento de Pablo Ríos una vez por semana. Tomaban cervezas y escuchaban canciones de Los Decapitados. A veces discutían y otras veces reían, fantaseaban con la idea de dar de baja al grupo, o de expandirlo por muchos años. Pablo Ríos no escuchaba mucho a Los Decapitados, prefería otro tipo de música. Sofía y Felipe los escuchaban todo el tiempo.


Aparte de la reunión semanal, Los invisibles no hablaban del grupo. Cuando tenían un cliente aumentaban las reuniones a los fines de semana.



Iván Gutiérrez Moscoso (Bolivia, 1988). Estudió filosofía y letras en la universidad Católica Boliviana San Pablo. Ha sido becado en la maestría de Comunicación Corporativa con la especialidad en periodismo de la universidad Europea del Atlántico de Santander España. Ha ganado el premio nacional Noveles Escritores 2009 con la novela “Laura se ve hermosa así” siendo parte del plan de lectura escolar desde el año 2010. Ha publicado la novela “El pulpo” en la editorial Gente Común el año 2012. Ha publicado la novela “La fogata” en la editorial Plural el año 2014. Ha sido uno de los ganadores del concurso de poesía juvenil Torre de Papel el año 2012. Ha sido parte de la antología de cuentos de escritores menores a 30 años el año 2012 publicada con la editorial Correveidile. Ha fundado la revista de literatura y arte “La pierrot” el año 2007. Ha escrito la obra de teatro “Los colores de los pájaros” puesta en escena el año 2016. Escribe para “La lengua popular” del suplemento cultural La Ramona del periódico Opinión. Su primera novela está siendo adaptada al cine. Además de colaborar en diferentes revistas y fascículos culturales. Dicta la materia de escritura creativa en la Universidad Católica Boliviana San Pablo.


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