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O´Higgins: un relato de natalia Berbelagua

Enamorarse o tener cierta interacción a distancia con un desconocido, en este caso desaparecido, aunque podría haber sido un presidiario, y haberse convertido en esas mujeres que mandan cartas buscando la muerte de manera inconsciente. Eran sus videos, su cara en un primerísimo primer plano cantando en cumpleaños familiares, con esa ceja completa, sin separación. Estuvo en la oficina del médico revisando una revista donde aparecía el caso, sacando las páginas con el mayor sigilo que la rotura del couché le permitía. No era la cronología de sus últimos momentos o el llamado desesperado de su madre ante la prensa, era una entrevista al principal involucrado en el posible asesinato, un dermatólogo empresario al que por primera vez le preguntaban cosas tan directas y sustanciales como “un doctor sabría mantener un cuerpo”. Después de cierto tiempo seguían dando las imágenes por la T.V, y el hermano de la víctima se parecía demasiado a su amigo abogado que la persiguió por meses y le escribía cartas dramáticas cuando dejaba la ciudad, del estilo: “Veo tu casa sin luz y es como si te hubieses ido del país, o de la vida”.


El verano se estaba pasando rápido y parecía que no había diferencia entre su amigo abogado y el hermano del desaparecido. La tragedia había ocurrido poco tiempo antes y la había seguido de cerca. Originalmente se cambiarían de ciudad a un lugar cerca de Santiago, pero luego los planes cambiaron con el repentino enamoramiento de su madre en un matrimonio, que las llevaría a instalarse en el sur. Después de todo no era un lugar desconocido. Su abuelo y toda su familia habían crecido allí y habían hecho carrera como dentistas en la zona. La decisión estaba tomada antes de la desaparición, pero la noticia había generado tal revuelo que a medida de que pasaban los días, a la madre se le iba desdibujando el panorama. Podía ser un lugar peligroso, ella trató de convencerla de que estaban protegidas por Dios. La madre terminó de convencerse.


En esta primera parada, antes del destino en el sur, llegaron a un pequeño condominio de siete casas. En la casa tres vivía Patricio, el amigo abogado. La vio por primera vez tras la quebrazón de un vidrio, cuando intentaban meter una cama por un ventanal. Ella siquiera lo miró, pero él en los días siguientes comenzó a tocar la puerta por motivos estúpidos, como la caída de una pelota de golf en el patio o la comprobación de si había problemas de presión de agua.


Un día conversaron por la reja del patio. Y al día siguiente se sentaron a hablar en el pasillo. Esa escena se empezó a repetir todas las noches, comentando de esoterismo, política o religión mayoritariamente. Se parecía tanto al hermano del desaparecido que alguna vez se lo mencionó. Él dijo que no era la primera persona que lo hacía notar. Patricio tenía una hermana. Una chica de su edad, más libre e infinitamente mejor que ella en todos los aspectos. Tenía una bonita sonrisa y se pasaba el día haciendo chistes, no como ella, que era un poco densa.


Patricio la esperaba golpeando sus zapatillas rojas en el suelo, decía que las había comprado para cuando se casara con su ex polola que lo había dejado por otro y después, sin pudor alguno, decía que las usaría cuando se casara con ella, que solo se reía y nunca le decía que no, pese a que tenía claro que eso no sucedería.

Una noche estaban sentados en la entrada y la madre salió a conversar. En vez de manifestar alguna desubicación sobre su posible romance, dijo que se irían a vivir a Concepción. Había elegido ese momento con el fin de que su hija no armara un escándalo, pero en vez de eso ella se alegró, por ser era la zona del desaparecido. Patricio sintió rabia, pero no lo verbalizó. Solo se quedó callado mirando el piso y levantando una leve polvareda con sus zapatillas rojas. Unos minutos más tarde dijo que se iba a su casa porque tenía mucho que hacer. Ella le dio un beso a su madre y partió a guardar sus cosas en cajas, pese a que faltara tiempo para irse.


Llegaron a Concepción el febrero del dos mil tres, cuando se celebraban los veintisiete años del desaparecido. Los días previos habían salido algunos reportajes reconstructivos del caso, que los aprovechó de grabar para volver a verlos más tarde.


El veinticuatro de ese mes se hizo una misa de conmemoración de su natalicio en una parroquia, a la que llegó sin ser invitada. Por primera vez vio a la madre, que curiosamente se veía más demacrada en la pantalla. Vio al hermano, que era una versión mejorada de Patricio. Ese día la misa ocurrió como cualquier otra hasta el sermón del cura, donde para sorpresa de todos los asistentes y sobretodo de la familia, dijo que él sabía que el desaparecido estaba muerto, y además conocía quién lo mató, pero eso estaba bajo secreto de confesión. Ella se fue corriendo de la iglesia.


No volvió a ver a Patricio hasta que ocurrió lo de su hermana, que para entonces había salido del colegio y estaba juntando plata para estudiar teatro, trabajando en un peaje. Esa mañana despertó por la quebrazón de un espejo, pero no hizo caso y se levantó con la flojera de siempre. La micro se demoró media hora como de costumbre, incluso un poco más por el tráfico. Ya no había referentes nuevos en la carretera, salvo uno que otro hombre parchando la calle o alguna alfombra de perro al que todavía le quedaban los dientes. Llegó al colegio y lo encontró cerrado. Se dio cuenta de que era sábado.


Cuando abrió la puerta su madre estaba saliendo de la ducha. Tenía la toalla del pelo mal puesta y la pintura corrida. Le preguntó si le habían avisado. Ella le preguntó sobre qué cosa. Ella dijo que a la hermana de Patricio la habían atropellado esa mañana cuando iba a subirse al bus que la llevaba al peaje.


Lo que más le impactó de verla fue la estática en el pelo que provocó el golpe, estaba en el cajón con los pelos parados y eléctricos. Patricio estaba destruido, ella decidió acompañarlo. En los días siguientes en los que se quedó en la ciudad se besaron varias veces. Superó la culpa que no le permitía amarlo.


Cuando volvió a Concepción decidió que iría a confesarse con el cura que había armado la controversia. Así fue como empezó a ir una o dos veces a la semana a tener hilarantes conversaciones que partían con sueños y que derivaban en el caso policial. Ella quería sacarle información, pero era evidente que no sería fácil, así que terminaba contando pecados reales, como que sufría de una leve cleptomanía.


El sacerdote cambiaba la cara cuando la veía llegar, internamente pensaba que quería seducirlo, ya le había pasado otras veces. Veía tras las rejas de madera del confesionario a las mujeres maquilladas o con escotes y sabía que ya tenía que cortar el asunto. El método de escape era sencillo: con quinientos padrenuestros y decirles que Dios les perdonaba todo por los siguientes seis meses, se libraba de las menos obsesivas. En este caso ella no se fue, pero él no entendía que era porque amaba al desaparecido.


Tras noventa días de confesiones, decidió retirarse. Se dedicó a visitar a los ancianos de un hogar. Patricio le escribía de vez en cuando, pero su ilusión decayó con los besos y ya no la extrañaba como antes.


Así fue como le vino el viaje a Argentina, para participar en un congreso de iniciativas sociales y religiosas. Era en O´Higgins, en un pequeño pueblo en el norte. Calor, plaga de sapos que aparecían por la mañana y la noche, iguanas, un par de compañeras de pieza bolivianas. El nombre de las mujeres jóvenes del movimiento era Gen. Las Gen 3 eran las adolescentes, las gen 2 las que debían estar cerca de casarse. Pasar a gen 1 soltera era que se te había pasado el tren. Una de las chicas para no decirle que estaba loca cuando hablaba del desaparecido, le decía: “En tu mente, Gen”.


Una tarde salieron a dar un paseo tras una charla, la idea era caminar al pueblo, que quedaba a unos dos o tres kilómetros de distancia, estaba a punto de llover. Las chicas bolivianas iban enseñándole pasos de tinku hasta que se cruzó un cuy de izquierda a derecha, y luego otro pasó corriendo de derecha a izquierda, el camino polvoriento que las llevaba al pueblo se repletó de cuyes cruzándose. A una de las chicas le vino un ataque de llanto, porque les tenía pánico a los roedores. La otra también tenía miedo pero no exageró con las lágrimas, así fue como decidieron devolverse.

­˗Vamos, no podemos seguir.

Ella respondió:

-En tu mente, gen. Y siguió sola adelante.


El camino fue una especie de pesadilla alegre, que por la extrañeza del momento la hizo reír. Soltó un par de risas mientras los roedores se seguían cruzando. Al llegar al pueblo se sentó en un banco de la plaza. ˂Sos de las chilenas de la casa de las madres˃ le dijo un hombre que limpiaba un auto blanco. Ella asintió con la cabeza. Caminó sin rumbo por otra media hora.


Pasó por la vereda tratando de mirar a la gente a través de las ventanas. No vio más que asuntos domésticos. Dio un par de pasos demás tras pasar por una casa pequeña, que tenía un ventanal con un vidrio roto. Se devolvió porque algo la sacó del paseo. Se quedó de pie frente a un hombre. De inmediato se abalanzó sobre la puerta, entró a la casa y lo siguió mirando de frente. Masticó las palabras “En tu mente, gen”. Él se puso el dedo en la boca en señal de silencio, y le tomó la mano. Ella le dijo en voz baja que sabía que estaba vivo. Él le dijo que no le iba a explicar nada. Ella se acercó y lo besó. Le dijo que desde que dieron aviso por presunta desgracia y su cara apareció por la tv se quedó mirándolo con otros ojos. Él la invitó a sentarse, cerró la puerta.


La casa estaba casi en ruinas. El desaparecido tenía el torso desnudo. Le ofreció un vaso de vino que estaba tibio por el calor. Se lo tomó de a poco porque casi no bebía. Conversaron de todo menos de lo esencial. Él no respondió a ninguna de sus preguntas. La llevó a la pieza y le quitó la ropa. Se había depilado entre las cejas y tenía el pelo más largo. Ella pudo verle de cerca la rosácea de la boca por el afeitado. Tuvieron sexo. Le dolió, porque hasta ese momento era virgen. Nunca dudó de querer perder el himen o la virginidad con él, se entregó a lo que estaba pasando. Sintió rabia de que fuera uno de los últimos días del seminario.


Toda esa semana inventó paseos donde nadie se atrevió a acompañarla porque las chicas bolivianas se encargaron de contar en el salón a la hora de la cena, el trauma que habían vivido. Lo único relevante además de sus encuentros con el desaparecido, fue que encontró una iguana en el velador y debió ponerse una bolsa de basura en la mano y sacarla de la pieza, no sin ataque de llanto de la chica de las fobias. Cristina llegó esa noche desde Chile. Tenía dos noticias: Iván Zamorano había cancelado su matrimonio con una modelo, y habían encontrado el supuesto cuerpo del desaparecido. No sabe cómo corrió tantos kilómetros en tan poco tiempo y los cuyes la ayudaron al quedarse en los pastizales y no cruzarse por primera vez. Cuando llegó a la casa se dio cuenta que estaba vacía. En el espejo empolvado estaba dibujado un corazón.






Natalia Berbelagua Pastene (Santiago de Chile,1985) Ha publicado los libros de relatos Valporno (2011), La Bella Muerte (2013) y Domingo (2015). En poesía ;La marca blanca en el piso de un cuerpo baleado (2016). Actualmente se dedica a la escritura de guiones e imparte talleres literarios. Valporno fue traducido al italiano el 2016 por Edicola Ediciones.


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