Videoclub: relato de Hensli Rahn Solórzano
Solo pude entender aquella excepción cuando estaba menos chamo, con una cana lisa y larga que se distinguía del resto de mi afro. La chamba más sencilla de toda mi vida fue mi primera chamba. Como todo idilio, duró apenas lo que dura un bostezo. Cine Gordo quedaba por los lados de El Paraíso, en el callejón Mandela, y yo era el cajero del videoclub. Un zaguán estrecho y fluorescente con cuarto al fondo, sin mayor ventilación que la portilla de entrada. En las paredes se amontonaban las carátulas vacías de las películas. Para sostenerlas, el dueño contaba con el ingenio de lo feo: escaparates deprimidos y clavos con amarras de nailon.
Cuando en el cine había un estreno, ya la mitad de la parroquia se lo sabía de memoria gracias a nuestros videocasetes. Tiempo después, de tanto ruletear por la vida, pude confirmar que era igual en todas partes: la película que nos comemos del mundo exterior se hace en los calores insondables de nuestra clandestinidad. Pero era 1996 y mi vida estaba detrás del mostrador, con una gaveta llena de pocos billetes y cambio menudo.
En mi puesto, ¿qué más hubieran hecho ustedes, sobre mis Air Jordan con cápsula de aire y elegancia en desgaste? Poner la misma cara mensa de aburrimiento. Al frente tenía un monitor negro con dígitos beige. La computadora era un chin más moderna que el ábaco. Allí anotaba los códigos de los cartuchos que iban alquilándose. El dueño entraba y salía, inquieto por la fortuna del negocio. Ovidio era un cuarentón, bastante afeminado y con un recorte de cabello que subrayaba lo anterior. Nunca me dijo por qué escapó de su patria.
Primero se refugió en el seno de una familia cubana que había hecho la misma fuga que él pero dos décadas antes. Rolando y Rosa —y su par de perritos poodle— lo apoyaron con lo que pudieron de dinero, un colchón, una televisión; en fin, cosas de supervivencia. De cualquier modo, Ovidio echó a volar otra vez. Alquiló el local, compró aquella compu vieja, el mazo de películas y allí estábamos los dos, náufragos en otra isla. Según mis cálculos, el negocio ya era un hito. Pero mi mundo bursátil era una charada, porque vivía y comía en la casa de mi madre. Liquidaba mi salario en los buhoneros de cómics de Sabana Grande, así que no sé.
Lo cierto es que al local nos llegaban las pollitas de Montalbán. Se asomaban obreros desde Las Brisas y malandritos de La Vega, recorriendo un trayecto de cuadras sabaneras, fastidioso tanto a pie como en carrito por puesto. Desde el caserío de San Juan, la colonia dominicana enviaba un emisario con instrucciones específicas: solo cartuchos de betamax en español. El único requisito para afiliarte al videoclub era un depósito por el valor de dos cintas. No guardábamos fichas de la clientela, pero a veces yo fingía que sí para preguntar lo que se me ocurriera. Por cierto, ¿usted votó verde o anaranjado?
El grueso de los clientes venía de los bloques blancos y la zona de edificios enanos sin ascensor ni color que era Las Fuentes. Pero entre semana el negocio se mantenía a flote con hordas de liceo. Su único móvil: la codicia por las racas, o sea las películas pornográficas. Algunos eran compas míos del salón de clases, así que el asunto quedaba en familia. Ovidio captaba el beta pero se hacía de la vista gorda. No podía darse lujos como interrumpir el flujo de caja y perder clientes a la vez.
Los parroquianos de la tercera edad, por el contrario, alquilaban poco y casi siempre de fiado. El cartel a la altura de mi oreja, «Hoy no Fío Mañana Tampoco», era un adorno sin suerte. Así, la vieja guardia se apropió de la tienda para vivir sus vidas por segunda vez. Cotorreaban de historia como si fuesen sorpresas del día a día. Que si hacía un calor hereje a pesar de las lluvias. Que si la época de mandarinas tenía un mes de atraso. O que si El Paraíso ya no era el paraíso de haciendas y campos ancestrales de beisbol, donde competían ricachones mientras sus damas hacían la ola… Lo único que aún teníamos, decía un abuelo, eran los gritos que pegaban los gallos a las cinco de la noche, desde el corral oculto del Convento de las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa.
Por eso fue que me pilló fuera de base la irrupción del agente del tiempo y el espacio Valérian. No miento, era idéntico. Un firi firi de cara cuadrada y patillas de pelo chicha. Parecía el cruce de un prócer y mi hermano envejecido, sin ropa ridícula ni botines de básquet. Dijo: Lancini, y me extendió la mano. Llevaba la camisa embutida dentro del pantalón y un periódico escachalandrado en el bolsillo trasero. Lo desenrolló sobre la barra, justo en la página donde aparecía la cartelera. Había englobado los estrenos de envergadura con marcador rojo. Fue señalando las películas una a una. ¿Esta la tienes? Tengo cuatro copias, exageré. Puso su dedo en otro mini póster. De esa solo tengo tres, volví a exagerar. Creo que comió casquillo, porque puso la plata sobre la mesa y se afilió sin más guabineo. Ni siquiera me dio por hacerle las preguntas de su supuesta «ficha de datos».
Aparte de aquellas cintas, también buscaba algo filosófico, al estilo de Desafío total. Como la película estaba rentada, Lancini oyó una recomendación de mi propia cosecha: Perseguido —con Schwarzenegger y María Conchita Alonso—, pero ya la había visto y revisto de sobra. Él también era loco del futuro más bárbaro. De allí en adelante se convirtió en un mirón reincidente de nuestros escaparates. Por regla general, se iba cuando se reunían más de tres abuelos en el lobby. La Historia ama a la piratería, decía, y viceversa. Al despuntar la hora de la cháchara, se esfumaba más rápido que decir chao.
Luego de esas movidas, bajó la musa al zaguán. Ovidio coronó la entrada con aquellas letras infantiles, Cine Gordo. Además, se le ocurrió vender comida. Pastelitos de carne rendida con zanahoria y tostón frito empolvado en ajo. Entonces sí que despegamos a la estratósfera, según mis números. A partir de ese momento, Ovidio trasegaba todos los días, dos y tres veces, con gaveras de comida cocinada por Rolando y Rosa. También por esa temporada el jefe empezó a aparecerse, ya en horas de cierre, de la mano de un niño de diez o doce años. Abrían la cortina de tela con alfileres que separaba la tienda de su cuarto y prendían el televisor a mucho volumen. Oye tú, ya puedes irte, me gritaba desde adentro. Yo cogía tres películas para ver en mi casa y hasta mañana, caballeros. Aquí no ha pasado nada.
Bastó saber lo que sabía para que se enterara alguien más. Una tarde peor que otras llegó hasta la barra un compa del salón de clases. Memín tenía las pepas de los ojos separadas como una lagartija. Y se veía siempre como se ve la gente antes de llorar, capaz de una locura o de ir directo al grano cuando menos te lo esperas. ¿Eres marico?, me preguntó en serio. Según él, se corría el rumor de que yo era el juguete erótico de Ovidio. Creí que había venido por una porno y entonces salió con esa payasada. Ya me parecía extraño ver a Memín solo. Clásico era verlo empandillado con los malos del salón en el papel de la mascota, sometido a lepes y burlas. Yo duermo donde Anakarí, le dejé en claro.
Manco, Ana Karina, era una blanca en cuerpo de negra. La sirenita del edificio Luna, en la parte baja de Las Fuentes. Dos veces a la semana recibía su clave morse: telefonazo de medio rin a eso de las once de la noche. Me escurría sin bullas en su apartorrancho, porque la mamá tenía el sueño ligero. Digamos que Anakarí y yo fuimos los mimos más locos de la alborada. Ay, suspiró Memín. Se quedó frío. Solo pude entender aquellos ojos cuando estaba parpadeando en la barra del videoclub con su cabeza de lagarto. Lo que él quería saber era si podíamos jugar rojo en el catre de Ovidio al fragor de una raca.
Bien lejos, conejo. Ese fue el último candado en la reja que clausuró mi niñez. Ya no nos gustaban las mismas cosas a los compas del liceo y a mí. ¿Para qué seguir yendo de verbena en verbena, sofrito en tecno merengue y ajeno a las golpizas bíblicas del final? De paso, dejé de usar gelatina en el pelo, me quité la esclava y depuse los zarcillos de rey mago. En aquel entonces me divertía más poner los vinilos remotos de la casa y tumbarme a leer comiquitas, mi eterno amor secreto. Así leí Los héroes del equinoccio y me licuó el coco aquella aventura sin desperdicios con viajes por el espacio exterior.
Al ver el manto prieto de la nada y el mazo de cocuyitos a lo lejos, se me alborotó la soledad. Nunca pensé que saldría de mi boca esta ridiculez, pero sin hermano la vida se me había ido a un lugar de gravedad cero. El tipo más poderoso del mundo, oí por ahí, es también el que está más solo. Si eso es verdad, pues entonces yo era Alejandro Magno. Magno de día, Magno de noche. Una soledad elevada al cuadrado. Tanto en el liceo como en la casa, no había nadie de quién reírme, nadie a quién insultar: Roger se había ido a vivir con mi viejo al pueblo de La Luz. Mi hermano siempre estuvo de su lado, y mi padre sabía que en él tenía a su mejor soldado.
Por más que sea, la gravedad cero aprieta pero no ahorca. Para amenizar, por las tardes nunca faltó Lancini. Esquivar los golpes de la vida, encender a patadas el trasero del mal y alzar los puños en pos de la victoria. Todo eso ocurría mientras hablábamos de películas. Vivir era vivir de esos inventos. ¿De qué sirven, si es que sirven? Su valor era el de la nada, según Lancini, y la nada dura para siempre. Lástima que se me perdió el libro que me obsequió una tarde. Recuerdo que las frases podían leerse al derecho y al revés, aunque por desgracia no tenía ningún dibujo.
Aquel año rodó sin mayores vainas. El fin del período escolar coincidió con el fin de mi trabajo en Cine Gordo. Las últimas veces que fui, el niño de Ovidio estaba encaramado en la compu jugando solitario. Como no se quitaba, yo me ponía a organizar las carátulas. Unas por autor, otras por países. Hasta que un día llegó Ovidio moviendo los brazos como en una coreografía de soca. No no no, dijo. Sus patillas afiladas en forma de colmillo y los rulos atigrados en la azotea del cerebro: Aquí, los estrenos y las demás, sin orden. Nunca decía acere, ni otras locuras cubanas que me despatarraban de la risa, y que sí se le salían a Rolando, pero sobre todo a Rosa. Cuando el niño por fin me dejaba trabajar, las teclas brillaban hediondas por el ajo y la carne los de pastelitos.
Jamás pensé que me iría de la tienda sin avisar. Mi decisión era firme, así que me fui sin despedidas. Daba lo mismo: no había contrato de por medio, ni preaviso ni mayores complicaciones. Mi gratitud a Ovidio se la expresé absteniéndome de robarle más películas. Escogí cualquier viernes y simplemente no fui. Salvo a mí mismo, no tuve a quién decirle se acabó.
Un poco antes, vi entrar en el local a Lancini por última vez. Retomamos nuestra inminente perorata sobre el crepúsculo de los dioses. Steven Segal apestaba en Alerta Máxima 2. Van Damme se había hecho aquel peinado de rizos en cascada. Y Arnold Schwarzenegger no hallaba de qué palo ahorcarse. Francamente, lo había intentado todo: San Nicolás en aprietos, hombre embarazado, Capitán Frío y supuesto gemelo consanguíneo del gordo DeVito. Ningún héroe salvaba la patria en aquellos años tan oscuros de final de siglo.
Lancini husmeó en los escaparates de las películas más recientes, agarró dos cajas y las echó sobre el mostrador. No recuerdo la primera que registré, pero estoy seguro de que la segunda fue Titanic. Le comenté que el novio de mi madre chambeaba en la oficina local de 20th Century Fox, así que fui al estreno en butaca de terciopelo. ¿Y qué tal?, dijo. A mí me pareció un desastre para toda la vida. Lo gracioso es que el cine donde la vi fue demolido unos meses más tarde.
Lancini me dio a entender que llevaba esos títulos y no otros para entretenerse emparejado. En el ocaso del milenio tres, por los valles del país sin estrella, Valérian el agente espacio-temporal se habtelenovelaso ía reencontrado con Laureline. Antes de desaparecer para siempre, se atusó con suavidad el desorden de las patillas y acomodó las dos pelis bajo uno de sus brazos. Haz lo que tengas que hacer, dijo chasqueando los dedos. Los años se van así.
de Dinero fácil (Libros del Fuego, 2014)
Hensli Rahn Solórzano (Venezuela) Músico y escritor. En 2016 fue invitado a la residencia International Writing Program por la Universidad de Iowa. Ha sido colaborador de los blogs literarios Prodavinci y Sacven. Sus textos han sido reconocidos con distintos premios y figuran en varias antologías de relatos venezolanas. También es cantautor; en 2008 su grupo Autopista Sur editó el álbum Caracas se quema. Actualmente reside en Berlín, Alemania. Ha publicado Crónicamente Caracas (2008) y Dinero fácil (2014), nombrado el mejor libro de cuentos venezolano de 2014 por el diario El Universal.