El final es el comienzo de lo que no existe: poemas de Juan José Rodinas
HAPPINESS: FINALE
¿Quién soy? Este aburrimiento paranoide escribe
como la casa de un hombre escribe que falló en construir lo hermoso.
Una casa enroscada sobre un centro de alambre
donde una hormiga tiene pesadillas con transformarse en la mano
que la destruye & que ahora la destruye (y así la entiende).
Esto de soñar en destruirse, como una cometa
en un verano que las nubes árticas propagan,
es semejante al perro canceroso que sueña habitar un hospital de flores
donde toda la hierba ejerce resistencia contra el cielo abierto.
Imagen a considerar para los que, fracasando
en todo con igual precisión, sabemos que el lápiz, al sacarle punta,
gira en los dos sentidos al mismo tiempo.
En la mesa, los hombres cavilan & piensan:
todo está bien, recicla, esto va a aguantar. Aguanta, recicla,
la apocalipsis de una taza de té sobre la mesa
revela nuestra posición como objeto en la escena.
Pongo mi noche en la cabeza y un sueño despierta en la aguja
que usan los niños para pincharse y sentir la ondulación del mundo,
una estaca en la planicie & los cactos girando
lejos del lenguaje del dinero y la muerte,
como un computadora portátil encendida en el desierto.
Las reglas del mundo son que el tiempo pase
hasta que la muerte ocurra y podamos dialogar
con nuestros sueños que, en realidad, nunca fueron
ni realidad, ni asunto que valga la pena resumir con estilo.
Mejor no tener nada en el rostro, nada que nos haga reconocibles
ante la marcha del soldado nazi sobre las avenidas del páramo.
Sin embargo, no hay nada que tenga el color de los batallones errantes
que ahora cierran la puerta y empiezan su verdadera vida.
El final es apenas el comienzo de lo que no existe.
De Anhedonia (2013)
CANCIÓN DE AUTOR
En la Iglesia Evangélica de la Eternidad, 2008
I
En el viento de los eucaliptos, el agonizante no morirá lejos de mis ojos sin mirada. Extintos. La calle de los largos delirios me conduce a la iglesia de la tierra sin mundo. Allí el pastor bendice sillas de comedor, perdices pardas (las negras son diabólicas). Pongo —para él— un desierto. Un desierto en forma de mirada: polvo y rostro de niños perdidos bajo las máquinas de coser. Agónicas. Agónicas.
II
Observo que el pastor nunca tocó este encefalograma con la esquina de la estrella capturada por los pilotos jubilados. Tampoco el alma subió a las máquinas de coser sin despreciar mi risa. Esconderse en el armario donde el señor no pudo encontrarte. Te doblaste. Con mis dedos, huraña soldadesca, impedí su entrada a un cielo de tres paredes y esquina lateral de sombra y otra esquina y otra y otra. Mi cuerpo fue la desnudez repantigada, impasible.
III
Antes que nada, mi cuerpo es un cajón de nervios, un sistema nervioso de cajones. El pastor coloca su pastilla bajo mi lengua (Zoloft, Neuril, Lyrica): el reino de los cielos está cerca en mí. No quiero morir, pero quiero. La muchacha con ojos de ciervo pule los huesos de mis vértebras. Me arrodillo junto a su zapato y anudo sus cordones. El rostro de María Magdalena tintinea en su zapato reluciente.
IV
Mantel vacío son las estrellas domésticas sobre la mesa del bar donde mi rostro es cada peleador lampiño que me cuenta su error sin esquinas. Mi nombre escrito con todas los límites, con cada error fundido en acero. Afuera, un hombre cuelga sus pancartas de la Biblia: No entres a esta cabeza perdonada de sus pecados. Sólo estos huesos tienen una extraña solidez para el llanto.
V
En su iglesia vestida con cielos de polietileno, el pastor sueña perros: animales que sufran en los ángulos. El agonizante canta lejos del mundo, llorando en un muro de agua. Sueña fuelles y autómatas: las máquinas aman mejor que la luz, diría. El cromosoma del dolor no tiene origen, pero no creas que el cielo es sólo deformidad oscura. Las aves serán profecía de otra cosa. Una vez más. Otra cosa. Siempre.
De Barrido de Campo (2010)
AXONES
Canción de despedida, de llegada.
I
En el cuerpo, los nervios pesan como arterias de plomo. Con las pastillas, el cerebro se ablanda como un río benévolo. Las neuronas son libélulas negras que sobrevuelan un estuario mental. Por la mañana, el médico me dice: “tiene una enfermedad en la cabeza como un otoño inhabitable”. Yo también lo sospecho.
II
En mi habitación, trago astros en comprimido, pastillas que resplandecían en mi mesa. Todo para evitar el picoteo del gorrión, pájaro de la enfermedad, bajo mi nuca. Mi cerebro se equilibra un instante. Junto a la jarra de leche, los pomelos húmedos están sobre la mesa, como un cristal antes del acabóse.
III
Este día sueño con destruirme. Volarme con un pájaro la sien del cielo para que mi cerebro se haga espuma en el mar. Este día sueño con destruirme. Sumergir mi pecho en la hoja del baniano y desaparecer.
IV
Tengo un clavo en la mente: una herramienta de luz manchada o sucia. Por ella, el ruido de los automóviles es mi fonética del mundo: carros en una larga fila de carros en una larga fila de carros atascados. Mi oído se convierte en un atributo del dolor que viaja —como tren japonés— a la velocidad de la luz desde mi cuerpo, contra mi cuerpo.
V
No hay estación del cuerpo, pero el dolor la crea. Llueve mielina en los nervios (aguacero plateado). Tengo sacudones en mi esternón y en la piel de los brazos. Tal estación —diríase parecida al otoño— deja caer hojas de radón desde las ramas de la columna vertebral, desde la encina que el anatomista llama árbol de médulas.
VI
Como un fuselaje, entré a la cámara de resonancias. Escuché un zumbido electrónico para obtener fotografías de mis huesos, de la pasta cerebral. Allí la máquina descifró mi sueño de oler cedrón mientras acariciaba un pájaro. Como un diapasón, el cráneo contraído percutió sobre mis días de luna elemental, profética. Imágenes de una piedra de la locura iluminada por el espejeo del láser.
VII
Las placas tornasol decían: hay un quiste en tu cerebro. Trepanaciones. Extracción de la piedra de la locura. Pienso en un tumor, como un cometa contraído en un puño.
VIII
Mi médico, el poeta, dice que los puentes son hermosos, que no duelen. Él habla sobre puentes materiales: un puente uniendo mis articulaciones enfermas con la orilla (ahora detenida, luego suelta) de la tina. Goma de sangre. Un verso es una línea, un hueso es un hueso. Separo lo separable. Recojo mi cuerpo, oculto tras la bata de cirugía, mientras miro las nubes, su blancura metódica, mi adiós.
Juan José Rodinas (Ambato, 1979). Poeta ecuatoriano. Ha publicado Los rastros, Viaje a la mansedumbre, Barrido de campo, Código de barras, Cromosoma, Estereozen y Anhedonia. Además, ha reunido su trabajo en antologías personales como Los páramos inversos o 9 grados de turbulencia interior. Sus poemas han sido incluidos en libros como Equinoccio (Guadalajara, 2015), Bandadas (Bogotá, 2014), País imaginario (Madrid, 2014) o Poesía de Ecuador (Madrid, 2009). Recopiló —junto con Luis Carlos Mussó— el libro Tempestad secreta. Muestra de poesía ecuatoriana contemporánea (Quito, 2010). Como traductor publicó el libro Una cosa natural. Veintinueve poetas norteamericanos. Además, ha publicado varios ensayos sobre cultura, semiótica y estudios literarios. Ha obtenido algunos reconocimientos como el Premio Internacional de Poesía Joven La Garúa 2007 y el Premio Festival La Lira 2013. Actualmente, cursa un doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Leeds.