Noviembre: relato de Rodrigo Urquiola Flores
para mi abuelita Justina
Casi no parpadea. Estar allí, se repite entre dientes, casi sin pensar en nada, manteniendo casi la mente en blanco, estar allí, sin decir esto precisamente, sólo sintiéndolo. Viviana siente un escalofrío, siente un trozo de hielo muriendo a la altura de sus hombros, siente los haces del viento por debajo de su falda como si fueran cuchilladas de nieve. Siente estar flotando. Siente estar siendo arrastrada –aun permaneciendo inmóvil– por el viento. A pesar de esto, en Santiago de Taca resplandece un día de sol. Y Viviana casi no parpadea cuando busca con sus ojos inquietos. Casi no parpadea cuando ve que su querido tío Manuel no está allí, cerca de ella. Estar aquí. Quizás Viviana debería preguntarse por qué casi todas las personas, dentro de esta habitación, están vestidas de negro, pero Viviana no se lo pregunta. No se ha percatado del detalle. Camina por sobre las aguas de un océano turbulento creyendo que camina por sobre los adoquines de una calle cualquiera. Escucha voces pero no reconoce lo que dicen, es como si, súbitamente, su mente hubiera olvidado el idioma del lugar. Siente un leve y breve mareo, las voces, el sonido acumulado y carente de significado alguno, la hacen sentirse acorralada, encerrada en un pequeño cuarto oscuro cuyas paredes están a punto de caer sobre ella. Necesita aire. Necesita respirar profundamente. Ve la puerta. Apoyadas contra los muros de la casa hay un par de mujeres que lloran abrazadas. Viviana las ve pero no llega a saber que están llorando. Camina. El mareo se convierte en un molesto guía. Una vez afuera, siente el golpear del viento sobre su rostro y se siente reconfortada, enferma de esperanza, borracha de luz.
Hay un sueño que Viviana tuvo anoche y que no logra recordar, en principio porque ella misma no se propuso recordarlo y en realidad porque el sueño había nacido para ser olvidado. En el sueño que Viviana jamás recordará que soñó alguna vez había gatos del color del fuego y desde el fondo de la tierra emergía una música que ella nunca había escuchado antes. En el sueño que Viviana jamás recordará que soñó alguna vez, ella lloraba sin poder detener el llanto y se sentía abandonada, huérfana de pronto.
Casi no parpadea. Viviana siente que el pueblo exhala un extraño hálito de polvareda luminosa. Observa los remolinos polvorientos que provoca el viento y los destellos de la luz sobre el polvo mismo le parecen excesivamente radiantes. Respira con calma. Sonríe y suspira. Se siente inmensamente viva. Camina. Después de haber dado el primer paso, siente que una vena de su cuello late con vehemencia y ella se estremece por esto. Estar allí. Es un sol extraño el de este atardecer, es un sol benigno, pleno de amabilidad. Viviana escucha el silencio que parece cubrirlo todo y se fascina de sí misma cuando vuelve a recordar que está viva. Nadie camina por las calles, pero ella espera, de un momento a otro, toparse con el tío Manuel. Sus pasos –no ella, porque ella busca al tío Manuel– atraviesan el frontis de la iglesia del pueblo. Sus pasos –no ella– cruzan la plaza principal, donde hay una pequeña estatua del Libertador. Sus pasos –no ella– se alejan, poco a poco, como si no quisieran alejarse, del pueblo. Sus pasos se dirigen al pozo. Una corriente de viento refrescante la conmueve, toda sensación anterior de frío se ha desvanecido. Ella se siente feliz.
Casi no parpadea. El pozo, se dice y recuerda: el agua un tanto terrosa, los baldes de plástico, las pequeñas costras de barro sobre el polvo seco, otra vez el agua, y recuerda mientras recuerda, sin palabras, la voz del tío Manuel, la mano gruesa que coge el balde y lo levanta del suelo. Viviana observa el agua, se ha asomado a la boca del pozo casi sin darse cuenta, sus pasos –independientes– la han conducido hasta allí mientras ella estaba ocupada recordando. Ahora sus ojos observan el agua quieta, que parece suelo, allá abajo, en las profundidades del pozo. Profundidad, se dice Viviana y suspira, profundidad, y, casi sin imaginar en realidad, imagina los manantiales –pero ella no los llama, sin llamarlos, así– donde están acumuladas las lágrimas que ella aún no ha llorado. Y se dice, en silencio, sin decirse nada: soy un pozo, mientras se dice, con palabras que no parecen ser suyas: estoy aquí. Buscándote, tío, buscándote. Estoy. Escucha cómo un sonido, indescifrable al principio, lucha por salir de allá, del fondo, por escapar, por explotar, por querer reventar dentro de los oídos de Viviana. Y ella sonríe cuando ve la silueta opaca de su propio rostro dibujada en el suelo de agua del pozo y vuelve a decirse, otra vez sin permitir que su mente pronunciara palabra alguna, somos un pozo, es la única vez, hoy, que Viviana sonríe con tanta libertad. Pronto el sonido se manifiesta con mayor elocuencia. Veinte años tendrán que pasar para que Viviana llegue a saber a qué se parece el sonido que acaba de explotar en sus oídos. Veinte años, cuando, limpiando un souvenir africano, un pequeño elefante de marfil en la sala de la familia Wright-Smith, active, casi por accidente, casi por casualidad, una cajita musical traída desde Bratislava o incluso más allá y escuche sus sonidos de notas agudas y dulces, un ritmo lento, como canción de cuna. En veinte años, Viviana se dirá, después de haber escuchado los sonidos de la cajita musical, estuve allá, y llorará, arrodillada sobre una suave alfombra persa, y se repetirá, estuve allá, porque sus recuerdos marearán sus ojos y nublarán su mente y sólo quedará espacio para la impotencia que todo lo cubre. Y querrá, brevemente, retroceder en el tiempo, pero se dirá, ni dios puede, y se limpiará las lágrimas y esa noche no podrá dormir, ni dios puede, volverá a decirse, nadie. Pero ahora, Viviana, que está aquí, frente a nosotros, es incapaz de saber qué es lo que habrá de sucederle en veinte años y es feliz. El sonido la maravilla, jamás ha tenido la oportunidad de escuchar algo así. Siente que el viento de noviembre bate sus cabellos despeinados y sus trenzas torpemente entrelazadas y revestidas de polvo. Por un segundo olvida el motivo de su búsqueda y se siente completa. Siente que ama el sonido, quiere bailar, compenetrarse con lo que está escuchando. Ella se pregunta: ¿qué es eso?, y se asoma, otra vez, a la boca del pozo. Presiente que el sonido nace en el fondo, a partir del agua que parece suelo. Se dice, sin decirse nada, imaginando, sin evocar imagen alguna, soy un pozo, tengo música detrás de mis ojos, y se siente contenta. Baila. Sus pies se mueven sobre el polvo y el viento, más agresivo, va formando pequeños remolinos. Da una vuelta, su falda gira, cae, siente mareos pero no la perturban: está feliz. Vuelve a recordar al tío Manuel, se levanta y, sorpresivamente, el sonido desaparece, el viento calla y el pozo vuelve a ser un pozo y nada más. Viviana siente que ha vuelto a ser Viviana y nada más. Estoy aquí, se dice, sin decir nada, y continúa con su búsqueda.
Casi no parpadea. Sus pasos –no ella– la llevan lejos, a las afueras del pueblo. Sus pasos, ahora, no son lentos, mucho menos veloces. El viento sopla suave y los sauces y los eucaliptos y el pasto crecido se doblegan a su paso. Viviana desea, sin desearlo en realidad: sin decirse deseo esto, sólo sintiéndolo, sintiéndose, desea poder doblegarse ante la presencia del viento, pero no lo logra. Pronto olvida, sin olvidar, el deseo que no deseó –que, tal vez, sintió– y sus pasos –no ella– aceleran su ritmo de andar y el viento, cálido y lento, pronto, parece ir fundiéndose con la piel de Viviana. Soy viento, se dice Viviana sin decirse nada, soy viento, simplemente buscando al tío Manuel, el viento no se doblega ante el viento, sus cabellos siendo agitados por una suave brisa. Pronto sus pasos –no ella– se cansan de caminar. El silencio cubre todo lo que puede verse. El pueblo no está cerca. ¿Cuánto tiempo caminaste Viviana? Viviana se sienta. Contempla, admirada, los árboles que la circundan, imagina que está siendo observada por ellos, siente unos ojos verdes explorando su nuca. Cierra los párpados con lentitud. Paladea el silencio, la oscuridad de sus propios ojos cerrados. Vuelve a abrirlos. No muy lejos, en aquel eucalipto, sí, el más pequeño, un grupo de gatos colorados pasea tambaleándose sobre las ramas. Viviana no parpadea, los observa impactada, jamás había visto gatos así. Son más grandes que los gatos domésticos y más pequeños que un puma o un gato montés. Parecen, más bien, pequeños perros ovejeros con forma de gatos. Pero lo que más le llama la atención a Viviana es el extraño color del pelaje de estos gatos. Parecen ser animales hechos de un fuego en permanente ebullición, rojo. Viviana no puede moverse, hay una sensación, entre amarga y dulce, que da vueltas en su estómago, algo que se parece al miedo y a la alegría mezclados en una misma cosa. El viento ha dejado de soplar. Los gatos, cuando dejan de sentir el viento, se detienen, dejan de tambalearse entre las ramas del eucalipto. Alguno le dirige una mirada a Viviana y exhala un maullido agudo y lastimero. Los demás gatos no tardan en ponerse a maullar también. Viviana jamás ha escuchado en su vida un maullido similar, jamás, ni siquiera en el sueño que ella misma no puede recordar. Es esta una experiencia única, que nunca más se repetirá. El miedo, por fin, derrota a la alegría y Viviana siente que sus rodillas tiemblan. Da un brinco y sale corriendo, quiere alejarse de esos gatos. Pero fracasa. Tropieza con una piedra redonda y cae al suelo. El polvo de noviembre –una vez más, siempre el polvo– cubre su rostro, sus cabellos, sus labios, sus cejas, sus ojos cerrados. El viento vuelve a soplar.
No parpadea. Viviana tiene los ojos cerrados y está tendida en el suelo polvoriento. Ella –no ella– duerme, pero ella escucha, es como si todo en Viviana estuviera dormido excepto su sentido auditivo. Estoy durmiendo, dice la piel de Viviana sin decir nada, siendo –pareciendo ser– una sola y misma cosa con el inevitable polvo. Sin embargo, no pasará mucho tiempo en ese estado de desconocimiento casi absoluto. Pronto –más pronto de lo que cualquiera de nosotros podría creer– se levantará, despertará y continuará buscando al tío Manuel.
Casi no parpadea. ¿Pueden verla?, Viviana se levanta del suelo. El mareo la hace tambalear. Sus piernas torpes hacen el amague de volver a derrumbarse. Pero sus atentos reflejos de niña impiden que vuelva a caer. El universo, gracias al mareo, parece estar derritiéndose ante sus ojos. No es capaz de conectar pensamiento alguno dentro de la turbación de su mente. Por algunos segundos, Viviana no sabe dónde está. No estoy aquí, donde creo estar, se dice –sin decírselo, por supuesto– simplemente pensando: ¿dónde estoy?, y preguntándose –sin preguntárselo en realidad–: ¿dónde debería estar?, simplemente buscando una respuesta que ella pueda creer ante la pregunta: ¿dónde estoy? Pronto sucede algo que hace que sus sentidos despierten. El rugido de un puma. Hondo, seco, hambriento. Alguna vez lo escuchó antes de este día, cuando caminaba con el tío Manuel llevando a abrevar el ganado: desde el anonimato verde del monte, un rugido de puma espantó a las bestias y los perros cazadores salieron a rastrear tras el primer silbido del tío Manuel. Viviana quiere silbar, no lo logra. El mareo se ha desvanecido y esto la tranquiliza. Vuelve a escuchar el rugido y teme. Siente el terror de verse atacada sin saber cómo reaccionar.
Debo escapar, se dice, en silencio, gritando el nombre de su perro favorito, el serio, el que no ladra si no es necesario hacerlo, el amigo que nunca abandona y al que ningún puma pudo devorar hasta ahora: Jalisko, ¡Jalisko!, ¡Jalisko! Se siente observada. Mira en varias direcciones, esperando encontrar el cuerpo agazapado y acechante del puma. No hay nada. Sin embargo, no se siente reconfortada, prefiere encontrar al puma antes de que él la encuentre. ¡Jalisko! Los pájaros huyen espantados y hacen alboroto en el cielo. El perro cazador baja el camino y Viviana siente alivio. Jalisko, dice, diuspagara Jalisko. Y vuelve a recordar el motivo de su caminata: estoy buscando a mi tío Manuel.
Casi no parpadea. Acaricia al perro compañero y siente que volverá a caer. Sin embargo, aún no volverá a caer, tal vez después. Camina con lentitud, siente que minúsculos trozos de hielo se han clavado en sus piernas. Piensa en volver al pueblo. También piensa –no puede deshacerse fácilmente del recuerdo, de hecho ni siquiera intenta hacerlo– en la presencia de los gatos colorados, piensa también en esa música extraña que ha escuchado –más allá del sueño que nunca recordará que soñó– por primera vez. El pensamiento –el recuerdo, pero ella no llama así a esas imágenes– hace que su equilibrio tambalee. Viviana está a punto de caer. Se apoya sobre el animal que, deteniéndose, parece endurecer su dorso. Cuando los ataques del mareo concluyen, Viviana vuelve a caminar. Poco a poco, sus pasos ganan firmeza. Hace viento, hace silencio. Sopla la nada. Ojalá lloviera, se dice Viviana sin decirse nada, tengo mucha sed. Pronto llegan a la plaza principal. Sin darse cuenta, están frente a la iglesia. Sin darse cuenta, pasan ante ella y la dejan atrás. Las calles están vacías de gente.
Casi no parpadea cuando vuelve a ingresar en la habitación donde estaban todas esas personas vestidas de negro. Ahora está vacía, no hay nadie. Solo hay una mesa con residuos de comida. Viviana lo contempla todo y no puede creerlo. ¿Dónde estoy?, se pregunta, una vez más, ¿dónde están todos? Viviana se aproxima al umbral de la puerta y entonces lo ve: el pueblo, Santiago de Taca entero, está subiendo, peregrinando, a esa montaña alejada en cuya cumbre está ese lugar frío y lleno de cruces de distinto tamaño que emergen del suelo removido. Viviana descubre a su madre, doña Carlota, entre el gentío y decide correr para encontrarla: ella de seguro sabe dónde está mi tío Manuel.
Casi no parpadea cuando, agitada por la carrera, Viviana descubre que su madre ha estado llorando. Las lágrimas de su madre hacen que ella dude y, al final, no le pregunta si sabe dónde está el tío Manuel. Viviana camina lento, su madre no sabe que ella está cerca. Viviana observa el féretro –pero ella no lo llama así, aún no le ha puesto un nombre a lo que está observando– cargado por cuatro hombres adultos, vestidos de negro por completo y llorando. Viviana nunca ha visto llorar a esos señores y eso es algo que la sorprende. ¿Por qué lloran?, se pregunta, sin decir palabra alguna dentro de su mente, sólo observando, ¿acaso se han convertido en niños? Se acerca más al féretro y no comprende qué es lo que está sucediendo. Ve que hay un hoyo en la tierra, un hoyo cavado a la medida del féretro y, entonces, Viviana cree entenderlo todo sin la necesidad de comprender nada: es un juego, se dice, otra vez palabras que no son del todo suyas, un juego de actuación, y sonríe. Cuando los hombres descienden el féretro, Viviana está tan cerca del hoyo que alcanza a ver lo que tal vez hubiera querido no ver: el tío Manuel, como nunca, está muy pálido; el tío Manuel, como nunca, está reposando, los ojos cerrados y algodón saliendo por sus labios, dentro de la comodidad de un féretro. Viviana, que ha visto el rostro muerto del tío Manuel a través de la ventana del ataúd, se dice, sin decirse nada, sintiéndose caer pero aferrándose, con sus propios pies, al suelo: no puedo creerlo. No. Un estremecimiento agresivo recorre la plenitud de su columna, rebota en cada una de sus vértebras. Ella siente que flota: nadie ha reparado en su presencia, tal como si ella fuera parte de un sueño ajeno, extranjera a lo que sucede en este lugar. Y sonríe, sonríe abiertamente: no, se dice, es el juego. Ha acallado un naciente impulso de llorar, se ha callado a sí misma. Sonríe. Quiere alejarse. Un juego. Atraviesa el gentío de luto y vuelve, corriendo, al pueblo. El perro la persigue con un corretear alegre y despreocupado.
Viviana parpadea con tranquilidad, los deseos de llorar, sofocados, finalmente se han evaporado. Prefiere pensar en lo que ha visto y escuchado: los gatos colorados trepados al eucalipto y el inverosímil sonido de la cajita musical proveniente del pozo. Piensa también –sin querer darle un nombre a esa nebulosa sin forma– en el rostro muerto del tío Manuel. Ve que todo puede estar relacionado como si todo fuera parte de una misma cosa y se dice, sin decirse nunca nada: una visión, pero ella no cree en lo que no se dijo, es decir, cree absurdo creer en esa sensación sin nombre que la embarga. Sonríe. Le cuesta confiar en lo que siente. Es muy probable que no esté equivocada al dudar. Corre, mientras tararea aquella canción sobre un lugar mágico perdido en la espesura de la selva lejana que el tío Manuel solía cantar con la compañía de su guitarra y que a ella le fascinaba escuchar. Escucha dentro de su mente la voz del tío Manuel. Llega al pozo e, imaginando que el sonido increíble sigue siendo producido por la simple profundidad pues ya no hay nada, se pone a bailar. Siente el viento de noviembre agitar sus cabellos y se siente una con el viento. Detiene su baile por un instante para escuchar mejor el caminar de este viento. El silencio corroe sus oídos. Debo buscarencontrar al tío Manuel, se dice, sin decirse nunca nada en realidad, solo buscandoencontrando sin encontrarbuscar nada, todo a un mismo tiempo y en un mismo espacio. Los sonidos de noviembre. Y sonríe. Nada ha sucedido.
En *Eva y los espejos* (Editorial Kipus, 2016)
Rodrigo Urquiola Flores. (La Paz, 1986) Narrador. Ha publicado los libros de cuentos: "Eva y los espejos" y "La memoria invertebrada", las obras de teatro "El bloqueo" (Premio Adolfo Costa du Rels, 2010) y "El retorno" (Premio Municipal de Dramaturgia Cochabamba, 2015), y las novelas "Lluvia de piedra" (Mención de Honor Premio Nacional de Novela, 2010) y "El sonido de la muralla" (Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz, 2014; Premio Interamericano de Literatura Carlos Montemayor, 2016). Cuentos suyos han sido traducidos al quechua, al portugués y al bengalí.