Tras las sarna de las cortinas echadas:cinco poemas de Joan Casavila
SICARIO
Era mi último trabajo. Lo dijo el jefe: “Si lo haces, serás libre para irte”. Hacía tiempo que quería dejarlo. Demasiada sangre en mis manos, supongo. Matar ya no me sentaba bien. Además era tremendamente molesto oírles suplicar: “Por favor, por favor, no me mates”, como si eso fuera una opción. Algunas veces se orinaban encima, era otra forma de decir: “Por favor, por favor, no me mates”, pero eso nunca había dependido de mí y no iba a perder el tiempo explicándoselo. Luego era triste. Era triste pensar en sus vidas, en sus familias, sus funerales y, claro, tanta tristeza me pasaba factura. Solía dormir 24 horas seguidas después de matar a alguien para no pensar en nada. Y hubiera dormido 48 horas si me hubieran dejado, pero siempre hay otro trabajo, otra persona a la que matar. Quería que mi última muerte fuera especial y me compré un revólver Colt 45 de 1872 restaurado. Era un arma seductora, vibrante, te daban ganas de encañonar a alguien y esparcir sus sesos por todos lados. Ese reluciente trozo de metal era precioso, empuñando aquel Colt me sentía más poderoso que John Wayne tirando de una carreta y dos mulas colina arriba y tan letal como Clint Eastwood en un duelo de miradas en un exterior polvoriento. El viejo oeste me hervía en las venas. Me enamoré del Colt nada más al verlo, lo deseaba más que a mi novia, Fernanda. Era la cosa más bonita del mundo. Según me dijeron, había sido utilizado en una ocasión por el legendario pistolero Wyatt Earp para bisontear a culatazo limpio a un temible forajido en un viejo colmado. Me costó 275.000 euros y vaya si los valía, valía cada uno de esos euros y mucho más. Finalmente recibí la llamada de mi jefe
con el nombre de mi último objetivo. Era mi nombre. El objetivo era yo. Me fui de putas y me bebí una botella de whisky. Hice una llamada, le dije a mi chica que tenía que irme lejos. Me metí una raya del tamaño de Costa Rica. El parque estaba vacío, la última pareja se había largado, imaginé a un corpulento flautista tocando la Novena Sinfonía de Beethoven para los hippies millennials y los yonquis, no sé por qué. Me imaginé rodeado de palmeras frente al mar, con una palpitante brisa y una joven sueca nudista de piel lechosa mostrándome el trasero antes de zambullirse. Martilleé el Colt, estaba frío, sin titubear me lo puse en la sien. Yo no me supliqué a mí mismo y apreté el gatillo con suavidad y firmeza. El disparo me mató, pero antes escuché un sonido, un sonido celestial. ¡TUCHSS!
MARGARITA Y NADA
La llamé por teléfono mil veces y no lo cogió, así que seguí el rastro de los pájaros electrocutados por el cableado y las antenas de telefonía móvil y un escalofrío me electrificó la cerviz. La busqué en la heladería donde no tampoco estaba, así que monté un puesto ambulante de cucuruchos y café granizado esperando que apareciera, pero nada, no lo hizo. Fui hasta su bar preferido en la plaza mayor y el camarero me dijo que llevaba semanas sin ir, sin probar sus deliciosos pinchos de bacalao y chorizo, luego aterricé en la pista de baile del pub, allí estaban todas sus amigas, descocadas y encocadas, súper encocadas, le pregunté a la bella Susana, con su pelo cobrizo suelto y su vestido de piel leonada, si la había visto, y nada, no sabía nada. Busqué su alma en la iglesia que no frecuenta y en la casa de la madre que nunca visita, busqué su cuerpo en el gimnasio que había esculpido sus glúteos y en la boca de la verdad de la gran máscara de mármol, la busqué en los cines, el teatro, en los pasos de cebra, entre los fantasmas de las esquinas de aristas impotentes, la busqué en el vórtice de los inodoros y en los flujos rotativos del planeta. ¿Dónde estás, Margarita? La busqué entre los maniquíes con prendas en rebaja y en los anaqueles fosilizados del Tribunal Supremo, la busqué en la caverna del homo erectus y en los siniestros libros donde se oculta Wally, llamé a la emisora de radio local y pedí su canción favorita, “Princesa”, y pateé las vastas trayectorias que alguna vez recorrimos juntos, recónditos emplazamientos llenos de fumetas y pastilleros y lugares donde un dj es dios. Y nada. ¿Dónde te has metido, Margarita? Busqué su nombre en las esquelas de los portales y en las flamantes lápidas del cementerio, la busqué por los confines taciturnos de la galaxia y en la empalagosa tienda de golosinas del barrio, busqué entre el tumulto ruidoso de las aceras y el tráfico rodado y tras las sarna de las cortinas echadas, la busqué por los abruptos caminos de cabras y en la esterilizada consulta del oftalmólogo. La busqué en casa de su camello mexicano predilecto, Dragón se llamaba, y sí, allí estaba, recostada, con una jeringuilla clavada en el clítoris, estaba tan guapa gimiendo y babeando… Debía haber empezado por ahí. Dragón tenía un ojo de cristal y una táser en la mano, sujetaba en la otra las bragas de Margarita y me dijo: “La apapaché en el sofá cama con el cabesal para que se arrostisara bien chingón. ¿Quieres probar esto? La neta es de poca madre”. La cogí por el brazo zarandeándola suavemente y le dije: “Margarita, tu piso está ardiendo”. Me miró con sus encantadores de serpientes y débiles ojos entreabiertos y contestó: “Lo sé, le pegué fuego yo. Ahora mi casa no está en ningún sitio. Quédate y muramos juntos”. Yo no tenía nada mejor que hacer y me quedé con ella. Amaba a Margarita. La quería tanto como un tonto a su calculadora. Dragón me dijo: “Largo de aquí, cabrón”.
Con el tiempo, Dragón y yo nos hicimos amigos, era un buen tipo a pesar de ser un traficante y un asesino despiadado. Una noche de borrachera, Dragón me contó sus traumas de la infancia: cómo no pudo ver el capítulo final de la serie de dibujos animados “Ulises 31” porque ese día mataron a su padre, y que tampoco pudo ver el final de “La vuelta al mundo de Willy Fog” porque ese día su madre se casó de nuevo, ni el final de “Dragones y mazmorras” porque ese día dispararon a su hermano y decidió convertirse en un sicario.
Dragón había tenido mala suerte con las fechas. ¡Perderse esos tres capítulos! A veces la vida te caga en toda la cara.
AFRODITA PIENSA EN KRISNA
Afrodita dejó la ventana abierta, quizás la brisa balsámica de la madrugada pudiera enfriar la incombustible llama, esa fogata que había fundido la piel y los capilares cuando los epítetos se lanzaron a su muslo albino para escalarlo. Afrodita bebió un sorbo de whisky para aplacar con otro incendio su deseo de hogueras, no necesitaba vino ni vibradores sino el desafío del cubo de hielo para licuar sus duros pechos pulimentados y templar los latidos lascivos de los pezones rocosos con las brasas de una luna en el escabel. La saliva a borbotones en la garganta seca y el filete inflamado en el bosque enarbolado desgastaban el brillo anatómico de sus tubos. El entusiasmo de las manos corregía el ímpetu de los dedos que en la suave vanidad del fieltro arrastraba hermosas telarañas y pecas, y mientras el chismoso gato del tejado arañaba el fétido olor de las sábanas, el aliento sin aliento de Afrodita había empañado el espejo de Blancanieves con tórridas estampas y crujientes eyaculaciones. Y a falta de una lengua ortopédica, Afrodita corregía la intrincada orografía del clímax con un cincel de plumas y una estaca de goma para alcanzar en la única veta vulvosa de los corredores solares la meta de doble sentido, palenque y masaje. Masaje y palenque. En la fase del desfase, Afrodita puso a cero los marcadores y volvió al manantial sagrado para pisar a fondo el mineral secreto y blando que provoca las réplicas sísmicas y ese arrebatado géiser que riega con su onanista lluvia el cuerpo derretido y libera las huellas en la marca de la entrepierna para coronar el cejijunto labio con un beso impracticable y narcolépsico. Las estufas estaban dispuestas en paralelo, la manteca esparcida por su cuerpo burbujeaba aún en las paredes del zaguán y sobre las páginas del Bhagavad Gita, el crisol tropical forjaba los exóticos orgasmos como churros, y entonces Afrodita sintió a Krisna dentro, muy dentro.
Los dioses le hicieron un obsequio a Afrodita, le regalaron una máquina que servía para calentarse, relajarse y masturbarse. Y además gozaba de otras funciones: recogida de residuos, diálogo, fantasía, libre albedrío. Los dioses llamaron a esa máquina “Hombre”. Había distintos modelos, era muy coleccionable, y tenía también algunos accesorios. La máquina venía envuelta en popelín y empaquetada en una caja de cartón con una etiqueta que decía: “Contenido bajo en celibato. Alto contenido en promiscuidad”.
CASABLANCA
Al final de la Avenida Moulay Youssef hay una pared ruinosa con cristales rotos en la que se apoya un vendedor de refrescos y tabaco, hay tanto tráfico que es difícil fijarse en él pero está ahí, dorándose bajo el implacable sol africano y casi fundido con el gris de los edificios y el humo. Todos los vendedores han muerto ya en Casablanca.
Hay pobreza y niños harapientos que vagan por las calles deformadas hambrientos en busca de la energía disipada por el turista ostentoso o incauto. Los niños han saltado en marcha de las incubadoras y las han golpeado con fuerza y ahora sólo quedan esquirlas cristalinas y sangre. Es la ciudad más espantosa del mundo. Todos hemos muerto ya en Casablanca.
Las calles se abren, se doblan, zigzaguean, las polvorientas aceras se retranquean, el asfalto desaparece, las esquinas desgastadas serpentean, hay tramos que reinician el recorrido y te llevan al punto de partida, ni Borges pudo escapar de su laberíntico trazado. Borges está muerto en Casablanca.
Los ordenadores son máquinas de escribir y calculadoras y una tienda siempre es la morada de una familia. En este lugar han cambiado los bares por mezquitas y la cerveza por Alá, este puto lugar se muere. Si hubiera un dios en el mundo, nunca habría dejado que Casablanca existiera. Alá no sale ni de noche, cuando los gritos cesan y la suciedad se esconde, el lugar está maldito, olvidado, proscrito, Alá está muerto en Casablanca. Todos los dioses han muerto ya en Casablanca.
Seguimos la ruta de Muhammed hasta el paroxismo de los kilómetros y las calles falsas, tras varias horas, encontramos un sitio para comer, una mezcla de antro, puticlub y karaoke, una prostituta alternaba con veinte clientes a la vez, la chica no era provocativa ni vestía provocativa pero había provocado a todos esos hombres. ¡Qué distintas son las putas de Casablanca! Ni era joven ni hermosa ni delgada ni rubia. Todas las putas han muerto ya en Casablanca.
La ciudad es en realidad una prisión donde sirven un cuscús pastoso y fríen demasiado el pescado, los presos se odian entre sí, sus grilletes son de una aleación de violencia y conformismo, nadie puede salvarlos, están perdidos, tan perdidos como Hurley y Kate en Lost. Casablanca exporta hepatitis y aguas fecales, los residuos plutónicos piden asilo en Casablanca porque tiene el record Guinness de fluidos cósmicos y úlceras intestinales, Todo el mundo está enfermo en Casablanca. Nadie debería vivir en Casablanca.
Una flota de Mercedes destartalados circula insensatemente hasta un callejón sin salida y cruza hasta una calle paralela a través de los muros derruidos de una casa. Todos son rehenes de esa horma caótica que expande las suelas agujereadas y pulveriza sobre el rostro un hedor infecto. No vengáis a vivir a Casablanca, es una ciudad irrecuperable. Todas las putas han muerto ya en Casablanca.
Busqué el Café de Rick y el Blue Parrot pero nunca habían existido, sólo encontré edificios monstruosos, mezquinos e impersonales. Apostaté y tomé té en una terraza, en Casablanca no hay bandas sonoras ni el surf espacial de Los Tsunamis, no se escucha a Litoscar ni a Pau Txeca ni las sesiones de dj Kiki y dj P-lucky, todos los músicos han muerto ya en Casablanca. Todas las putas están muertas ya en Casablanca.
En el malecón se acumula la basura, hay un chirrido constante en La Corniche de puertas metálicas retorciéndose, se escucha el burbujeo del agua hirviendo y el silbido de los brazos de los coches adelantando. Es una ciudad triste, descosida, para llorar histérico cien años mordiéndote los nudillos, entendería que la gente viniera a morir a Casablanca, con la idea clara de un peregrinaje suicida o eutanásico, porque todos vamos a morir en Casablanca. Todos nos hemos quedado sordos ya en Casablanca.
Todas las aceras son fronteras en las que te asedia el denso humo del hachís, el calor te seca la piel y el cerebro. La luz está hecha de fuego hasta en las sombras que se ciñen sobre el asfalto, ruidosas sombras de carretas y animales de tiro. Alguien ha matado a todos los perros, probablemente para cocinarlos en un tajine. Todos los animales están muertos en Casablanca. Todas las putas han muerto ya en Casablanca.
La mugre ha colonizado los muros agrietados de ratas de los deslucidos alféizares mientras el polvo se deja seducir por el caluroso dinamismo del viento, envenenado por el sudor y el lodo. Todos los mapas han sido quemados en Casablanca, y los cuadernos con poemas y crónicas despedazados. Toda la música ha muerto ya en Casablanca.
QUISE SER
Quise ser poeta, poeta de las calles sucias y blandas y de las persianas que laminan la luna, poeta del cigarro que arde ligero y firme sobre los tejados de arcilla y del humo blanco que gotea hasta la esquina de la suela de un zapato, poeta de los mecheros que no encienden la llama en el callo de las manos, poeta de la ceniza nueva y eterna transformada por el agua de los años y el pisoteo de los niños, poeta de la condenada orilla en la que el barro fermenta el lúpulo de la garganta y la voz perdida ha vuelto a los elegantes jardines para arrasarlos.
Joan Casavila. (Úbeda, 1977) Poeta y Licenciado en Humanidades en la Universidad de Jaén. Su trabajo es inédito.