La noche del espantapájaros: relato de Cecilia Romero
I
El cielo de Dakota son estrellas que descienden descolgándose de la oscuridad. Piensa que la carretera interestatal jamás repetirá este despliegue escenográfico bajo el brillo titilante de las luces, más abajo, presencias invisibles caminan en puntillas en un silencio de asesinos que espían tras la aridez del paisaje, aún se oyen los gritos de mujeres muertas que descuartizadas en bolsas de plástico, esperan ser desenterradas algún día.
El tam tam de los corazones resuena como tambores que cabalgan desde el horizonte hasta las sombras filosas que vamos dejando en el camino. A momentos irrumpe un silencio más hondo y soberano, como el fondo de las cacerolas quemadas de los restaurantes de las carreteras del gigante. Silencio y corazones intercambian posiciones. Giran los aros de neumático dejando una pequeña marca en la carretera, un efímero rastro para los conejos que aún se deslumbran por los faroles de los camiones y se paran en dos patas para ver congelados los soles que pasan cimbrando por la ruta.
Norteamérica es un gigante, de ciudades dormitorio y grandes metrópolis al filo del apocalipsis, siempre al borde de revelar su último secreto. Ciudades amarillas, bruma que viene desde el mar, arena con nombres dibujados que el agua se lleva. Penínsulas y espesura donde de seguro el auto de Thelma y Louise todavía rebota en las rocas del gran cañón.
Nosotros, viajeros en la noche, recorremos la entraña de esos caminos desérticos, porque nunca se sabe qué nos espera más allá de la distancia, de esta línea que se mueve con nosotros.
Tu cuerpo es la esquina de la memoria que todavía rememora, tu adusto perfil que el viento mueve como flor de metal en la ruta. Atemorizados ante nuestra propia vulnerabilidad miramos el cielo mudo que nos contempla, trato de tomar su mano desde mi silla, petrificada garra que el frío congela, columna de hierro. Piernas arqueadas que tiemblan imperceptiblemente con cada guijarro del camino, él adivina a veces lo que pienso y para espantar el miedo tararea una canción suavemente, es Madelina Ruby, una chica de Arkansas que con su voz country dicen “no dejes que el sol marchite esta piel en su ocaso, abrázame desconocido de carretera, como si fuera una esposa…”
Mi anatomía es la de una real doll, hecha a medida y con cierta preferencia, debo parecerme a Juno pero sobrepasándola, triunfando sobre ella. Mi boca es un hoyo negro por donde la hondura de la noche sabe meterse enfriando la entraña vacía de ovarios que no verán la luz. Melena sintética brillante, piernas abiertas cubiertas por un faldón color cereza. Ojos de miedo, suspendidos tras la visión de algún apocalipsis, dureza de miedo en mis pupilas como las espigas ondulantes de camino.
En el fondo también soy Doroty, amiga de los tornados, una que sueña con viajar, a un paso de más allá están los sueños que se cumplirán en otro lugar, nunca en las casas de la niñez, en las camas de moteles, tampoco en la universidad.
II
El Ned de antes tiene granos, pecas y calzones de mujeres robados en las noches bajo el ramaje de los árboles, su rostro camina a veces hacia la espesura de esos tiempos de joven timorato hijo del fontanero del pueblo y en la distancia también queda Juno. En esa esquina de la memoria que él visita porque tiene cierta preferencia por los ocasos, por la belleza eléctrica de los hundimientos de barcos en atardeceres de dramática escenografía. Ese navío encalló con Juno adentro, ella es historia de puerto triste, de oleaje turbio, de matrimonio náufrago.
Juno ya no sonríe cuando aparezco envuelta en un suave celofán en el camión de despachos, el chofer y su ayudante la observan de reojo mientras mueven mi pesada caja, sonríen a medias y ella se siente vieja y ofendida por mi presencia, de repente y para siempre una dureza se instala en la curvatura de sus labios.
Es inevitable que el mayor daño lo ocasiona aquel al que le abrimos la puerta de nuestra intimidad, ese al que le damos el hilo de Ariadna para encontrar el secreto de cómo salir de todos los laberintos.
Juno, era una chica del sur, con sueños y limpios ojos azules como los mejores cielos despejados, la atmósfera tibia de su pueblo había sabido pegársele en la piel como tatuaje, olía a tierra mojada. Su rutina era esperarte luego del trabajo, esperar un hijo, esperar el 4 de julio, esperar los fuegos artificiales estallando en las noches oscuras, los desfiles y el sonido de las bandas. Abrazada a ti, mirando desafiante a las chicas solas que no tienen un apéndice firme que las sostenga en un mundo árido de afectos. Juno que esperaba no perderte jamás y se proponía secretamente mantener esa unión como los votos del matrimonio obligan, no sabía que dios ya le había tomado manía y que la espiaba esperando oír sus deseos para romperlos luego sobre las calientes aceras de Arkansas en julio.
-Dime, ¿qué es lo que he hecho mal? Gritaba como las grullas migrantes del lago Siwash.
Él bajaba la cabeza mirando sus zapatos de obrero. Su madre le aconsejaba que ignorara los últimos hechos, es sólo algo pasajero, los hombres son perversos hija, le decía, déjale que viva esa película que luego se hastía. Si su padre se entera va a quebrarle los huesos, entonces vamos a guardar silencio, pediremos que la muñeca se quede en el sótano.
- Ella soy yo.
- ¿Dices que se parece a ti?
Juno se mordía los labios con despecho mirando sus zapatillas viejas preguntándose sobre las pruebas que dios pone antes del paraíso, sobre lo que realmente quiere decirle entre líneas, él no contesta, se ha quedado mudo, no va a decirle nada sobre esa proyección dolorosa que vuelve la historia de dos en un triunvirato que genera más de dos comentarios en el vecindario.
Pasan los meses, ya casi es julio, ella baja las gradas húmedas del sótano y me descubre sentada en una silla, desnuda y con los ojos aterrorizados mirando el vacío, me rodea, toma con descuido mi cabellera y la arranca de un tirón al vacío. Me huele, sabe que él ha copulado conmigo. Restos de semen duro se dispersan por las piernas, algunos vellos coronan mi vientre, suavemente transido por restos de saliva y aire. Sale a horcadas llevándome casi a rastras, me sienta en el sillón del living y me viste con su ropa y luego de un año de vivir así, sale de la casa con una pequeña maleta cerrando suavemente la puerta. No volvemos a ver a Juno.
¿Cuánto es el tiempo que tarda la gente en despedirse? Eso depende mucho de cuánto quiera irse, ella al igual que todas nosotras deja siempre un pañuelo en el suelo para ver si eres tú quien lo recuerda y lo guarda para entregarlo en el próximo encuentro. Pasan los años como las bolas del ábaco, sumando siempre sumando.
Años más años y si puedo morir, todos dirán que Rebeca luce como dormida, nadie quiere pensar que los muertos se mueren de verdad. Quiero en mi funeral a Elvis, al gordo vestido de blanco con patas de elefante, que su pañuelito le borre el sudor un poco y gire su jopo negro engominado, podré asistir a mi funeral y presenciar la pena que tendrán mis deudos.
Pero para morirme me falta mucho, en el tiempo actual pasan camiones como dragones plateados y gritan cochinadas. Finjo no mirar. Él sonríe a medias, está acostumbrado.
- Rebeca Nefer, hoy dormiremos en un motel, ese que ves ahí. Señala con su dedito huesudo; resoplo apenas y finjo interés, todos los moteles son iguales.
Nos instalamos en la cama, me levanta suavemente de la silla de ruedas, se acuesta sobre mi cuerpo, mete los dedos en mi boca semiabierta, toca los pezones duros y comienza el simulacro para luego eyacular sobre mi vientre. No puede penetrarme. Se duerme, luego despierta y sus ojos han llorado, poniendo sus piernas sobre el borde de la cama se limpia la cara con las manos mirando el teléfono.
- Rebeca he estado soñando, si pudiera contarte que extraño el tacto de una piel de verdad. Dice.
Busca en el pequeño refrigerador una botellita de licor, apura el trago.
- Has envejecido en este tiempo ¿sabes? Recién puedo notarlo.
Vuelve a mirar el teléfono y decide marcar al número de su madre. Ella dice:
- Puedes empezar de nuevo.
- Hoy salimos en el periódico local. Contesta cansado.
-Luego de un tiempo nadie recordará… Su voz suena suplicante.
-Tengo miedo, no sé si pueda dejarla aquí, se sentirá muy sola.
Escucho apenas un “oh por dios” dicho a media voz por su madre, de seguro ahoga el llanto con su pañuelito bordado de rosas descoloridas. Él me mira de reojo y sus ojos me dan miedo, dubita un momento, se rasca la barba. Me recuerda ahora esos aguiluchos que sobrevuelan los desiertos del gigante.
- ¿Sabes que no estoy loco verdad? Susurra a la bocina negra del teléfono.
- No. Miente ella.
- Quiero volver a casa pero no recuerdo el camino de vuelta.
- Seguimos en el mismo lugar.
- ¿Quieres que vuelva mamá?
Un largo silencio.
- No, apenas la gente del pueblo ha olvidado tus perversiones, vivimos en paz Ned, puedes empezar en otro lugar… llámame cuando tengas un nuevo hogar sin esa muñeca terrible.
- No sé a dónde ir.
Por la bocina del teléfono se escucha a su padre que comienza a gritar que ella cuelgue, finge que tiene algo que hacer y se despide.
Ned cuelga y se queda en silencio, como si fuera un cadáver. El lapso es eterno, mis ojos fijos en el techo comienzan a escocer, él intenta levantarse pesadamente, ha envejecido en este tiempo, lo sigo con la mirada y me sorprende la visión de su culo triste, me conoce y entiende cuando algo me altera, por eso se viste rápidamente. Se va a ir, lo sabemos.
- No puedo más. Me dice.
Sigo desnuda, al menos cúbreme, pienso. Se sienta a mi lado ya con la maleta suya en la mano, limpia el semen de mi vientre con delicadeza. Sus ojitos vidriosos parecen guardar el momento como una foto mental y luego, cabizbajo, se marcha dejando la puerta abierta.
Suspiro aliviada, su olor me era ligeramente insoportable, sus manos de callos gruesos, su aliento cansado.
Deja encima de la cama la hoja de periódico donde se anuncia nuestra llegada a Little Rock, reza el titular con morbosa frialdad, Ned Neffer se casó hace dos años con Rebeca, una real doll y viaja con ella por todo el país desde hace 5 años.
Sus pasos se van alejando primero con calma y luego en un trote violento.
En un horizonte que sospecho de seguro la bola roja del sol se asomará tímidamente y se escucharán algunos loros volar de rama en rama.
Cierro los ojos, me relamo la cara como lo haría una gata luego de la cena y aguardo absorta los inicios.
Cecilia Romero. Escritora, Comunicadora social, Docente y Periodista cultural. Ganó el concurso Nacional de Cuento "Adela Zamudio" y obtuvo mención en el Concurso de Cuento "Franz Tamayo".Ha publicado "Entre las horas" y "El grito de la mariposa".