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Lo que venga primero: relato de Fernando Escobar Páez

Iré.

que importa

caballo sea la noche.

-ROY SIGÜENZA-

Para aprender nociones sobre ilusión óptica, basta con dedicarse a ver pornografía pura y dura. El porno actual se halla dominado por mujeres y hombres que se rasuran el pubis, lo cual podría considerarse una regresión hacia la pintura renacentista, pues si bien en la pornografía de hace tan solo unas décadas el tener una selva entre las piernas fue muy apreciado, el estereotipo latino -con su exceso de vello corporal- ya no vende. Encontramos que en las Venus de Botticelli, Tintoretto, o en los Apolos de Perugino o Bernini, y en todos los grandes desnudos universales–casi siempre su temática fue la mitología grecoromana- del Renacimiento, la representación del cuerpo humano carece de vellosidades.


Sin embargo, lo que para aquellos artistas fue una cuestión estética y de pudor, para la industria porno actual se reduce a provocar una ilusión óptica que altere la percepción sobre el tamaño real de los genitales, pues cuando estos son depilados, el resultado se traduce en dos ecuaciones:


*Ecuación 1: hombre – vello púbico = ilusión óptica de verga más grande.


*Ecuación 2: mujer – vello púbico = ilusión óptica de vagina más pequeña.


Como se observa la constante -ausencia de vello púbico- es la misma para las dos ecuaciones. La asimetría se genera cuando se introduce la variable género. Traducido a lenguaje algebraico y utilizando IOT para referirse a la ilusión óptica de tamaño, tenemos que siendo x constante y v la variable:


*E1; H(v) – VP(x) = < IOT

*E2; M(v) – VP(x) = > IOT


Antes de compartir mi sabiduría con la comunidad científica, era indispensable fundamentar mis ecuaciones mediante la aplicación del método empírico, para lo cual, procedí a afeitarme los genitales. ¡Craso error!, Aparte del sinfín de cortaduras, mi pubis sufrió una irritación análoga a la que padecí cuando contraje ladillas.


Este inconveniente retrasó mis experimentos. Pero La Historia está llena de científicos brillantes que dimos un paso en falso. Jamás nos rendimos. Sin el método de ensayo y error, seguiríamos en los albores de la humanidad; pues los destinados a ser motores del progreso científico, aprendemos de nuestros fallos.


Sin embargo, una semana después, con mis genitales bien podados y cicatrizados, se generó una ilusión óptica de un mayor tamaño. Entonces cité a tres chicas de dudosa calidad moral y anchura vaginal considerable como sujetos de prueba. No fue difícil convencer a mis conejillas de indias, pues en honor a la ciencia, fingí interés en sus miserables existencias y procedí a emborracharlas hasta que llegaron a un estado semicomatoso. Las llevé al laboratorio, un tugurio donde habita un colega científico que se ofreció a documentar la experiencia, siempre y cuando le mencionara en mi discurso de aceptación del Premio Nobel.


Después de amarrar y encerrar a cada una de mis sujetos de prueba en una habitación distinta, proseguí con la siguiente fase del experimento, que consistió en tomar éxtasis para adquirir mayor vigor sexual, ya que yo también me hallaba considerablemente ebrio. Cabe resaltar que, en vista de que el laboratorio sólo posee dos ambientes, la chica más bonita fue amarrada a la taza del inodoro. La metanfetamina tuvo efecto inmediato y conseguí una respetable erección. Mientras me desvestía, mi colega procedió a rasurar el pubis de las chicas. Decidimos conservar su vello púbico y la afeitadora desechable, con la intención de venderlos al Museo Smithsoniano cuando seamos famosos.


Se decidió empezar por la chica amarrada al retrete, por ser la más bonita y la que se hallaba más intoxicada, no queríamos que la Sociedad Protectora de Animales, o feminazis de alguna ONG lésbica, nos demandaran bajo cargos de lesa humanidad y/o violación. Introduje mi miembro en el agujero afeitado y procedí con el clásico bombeo que se recomienda en estos casos. Mientras tanto, mi colega realizaba el registro fílmico. La experiencia fue totalmente satisfactoria, tanto que el experimento estuvo a punto de fracasar. ¡Ni todo mi amor a la ciencia pudo evitar que eyacule! Luego de amarrar nuevamente a la chica en el inodoro, requerí una dosis extra de pastillas y energizantes para recuperarme y pasar al siguiente cuarto.


La segunda chica estaba cubierta de vómito, pero despierta. Sin embargo, no opuso resistencia, puesto que mi vindicación sobre la necesidad histórica de ejercer la violencia contra todo aquel que con moralismos pretendiera obstruir el camino de la ciencia, fue muy convincente. Mi colega recogió el vómito para donarlo a algún museo ecuatoriano. La fornicación me tomó el doble de tiempo que con el anterior sujeto de prueba, pero conseguí finalizar con el frío profesionalismo que ha caracterizado a todas mis investigaciones.


Si bien ya teníamos resultados que confirmaban plenamente la validez de las ecuaciones, era indispensable que el tercer estudio de caso nos diera su aval. Pero debido al exceso de alcohol, mi verga ya no era funcional para el experimento, y en vista de que se acabaron la droga y los fondos económicos, busqué al traficante más cercano. Tras explicarle la naturaleza de nuestra investigación, accedió a subvencionarnos otra anfeta y una vez finalizada la transacción, nos embarcamos en un taxi en dirección al laboratorio.


Cuando llegamos, la puerta estaba abierta. Las tres conejillas habían escapado. Desde entonces estamos esperando el arribo de la comitiva de la Academia Sueca a otorgarme el Nobel de Física por mi aporte al campo de la óptica. O de la Policía Nacional a detenerme por secuestro y violación. Lo que venga primero.

Fernando Escobar Páez (Quito, 1982). Poeta y narrador. Ha publicado “Los ganadores y yo” (2006), “Escúpeme en la verga” (2013) y “Miss O’ginia” (2011).


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