Tren a Limache: relato de Rodrigo Ramos Bañados
A medida que el tren avanza, los episodios se adhieren y despegan de la ventana como mosquitos húmedos. Una banda de bronces camina lento como una vaca hacia unos escombros en busca de un lugar donde ensayar para una fiesta religiosa. Luego, un hombre calvo, pequeño, esmirriado arregla un auto viejo al lado de una mediagua casi transparente que exhibe el descanso de una mujer mayor sobre una silla. La fiesta de turno es con porristas sobre un escenario mecano en la calle principal de esa ciudad en serie que aparece y reaparece entre las colinas. Una mujer delgada con ropa de oficinista abraza a una chica punk y le dice algo al oído, algo como: tranquila, no te sientas mal. Unas chicas saltan sobre una cama elástica en una avenida que parte o termina, dependiendo del lado del que se venga, en unos edificios vacíos superpuestos sobre la ladera de un cerro húmedo. Una piscina inquieta por el misterio de su profundidad y por la presencia de un niño que juega cerca hasta esfumarse. Y de pronto el túnel.
La luz regresa y por un rato dejo de mirar por la ventana. La repetida canción de Víctor Heredia interpretada por un chico de voz dulce que podría estar en la tele o en la radio, y el chico me hace pensar en la falta de oportunidades. Una mujer que va con su hija, una niña de unos cinco años, aplaude con entusiasmo la canción. Los aplausos de la niña no contagian. Los cuerpos permanecen fríos de desidia. Sería fácil que me descifraran, pero noto que nadie está interesado en el otro. Cabezas gachas. Miradas al vacío. Lo poco que queda de humanidad es absorbido por los smartphones, aunque quizás esto sea un síntoma de alguna crisis de edad. Una mujer mira a la niña con ternura como buscando a su sobrina, o su hermana, o ella misma cuando pequeña. Yo busco a mi hija en ese tren.
Estoy pendiente de que el teléfono culebree en el bolsillo. Mi hija está casi dos mil kilómetros de distancia, en el norte del país. Espero el saludo apático de su madre y luego la voz de mi hija, preguntando rápido cuándo retorno. Ella se queda masticando el nombre de la ciudad donde vivo, Valparaíso, repite con ganas como si fuera un lugar entretenido para ello. Luego me pregunta por qué me fui. Debe imaginarme al otro lado de la ventana, detrás de los cerros, en alguna réplica del departamento, en el piso 13. Su ronroneo se esfuma y aparece la voz de su madre, a ratos aguda cuando busca efecto con alguna palabra. Propone alguna fecha de reencuentro. Somos una familia disfuncional, pero una familia después de todo. Ese lo dije a la madre la última vez que brindamos en un restorán de Valparaíso.
Una chica de no más de veinte años, que va en la corrida de asientos delante del mío, ladea su rostro como disfrutando la música del chico, quien ahora canta una canción de Violeta Parra. El rin del angelito. Violeta todavía intimida, lo revelan las muecas de disgusto de un señor de un rostro arrasado por la rosácea de algo así como setenta años, que lleva un perro pequeño entre sus brazos. El chico termina de cantar. Pasa entre los pasajeros en busca de su paga. Le va mal en mi metro cuadrado. Más allá, la niña de cinco años le dice gracias por la música y, con una sonrisa, le entrega las monedas, ante la mirada sonriente de su madre que goza ser la titiritera del acto. La niña encuentra la cabeza del perro pequeño entre las personas, y le mueve el brazo a su madre. Que tierno mamá, dice. Y luego, un silencio.
Patios partidos en serie como cajones vacíos de frutas desfilan por la ventana, exhibiendo esas enredaderas de cosas muertas que habitan en los patios. Un par de niños jugando a la pelota hace que un patio cobre vida.
El rostro angulado de la chica, su boca pequeña, sus ojos verdes, su piel blanquecina con tintes rojizos, alguna peca en la nariz que le da un aire travieso, me incitan a una observación disimulada. Por esa manía de unir gente pienso que el chico que va a su lado es su pareja. El joven usa una descolorida chaqueta verde oliva. Tiene ojos claros, barba colorina de chivo y pelo zanahoria. Lleva puestos unos aparatosos audífonos de moda. Se debe sentir en un videoclip. La chica come despacio una hamburguesa a medio envolver en un plástico tipo tela de cebolla. Supongo que la hamburguesa es de carne vegetal. Salvo por el suave movimiento de la boca de la chica, parecen maniquíes. Dos chicos estatuas.
La estación se llama El Sol. Me entero del nombre, pues un señor con el hálito de almuerzo regado con vino le pregunta dónde vamos a otro, de quien sólo alcanzo a ver sus dedos huesudos agarrados del pasamano.
La bajada del tipo de los audífonos del tren me aclara que no tiene relación con la chica. Ella no movió ni un ápice de su rostro, cuando él se paró del asiento. Nada. Siguió pegada. Podrían haber pasado horas, días, y ambos seguirían ahí, tiesos. El final feliz sólo funcionó en mi cabeza. Bastaba un espejo. Un espejo frente a ellos que los conectara. Los asientos de los vagones podrían haber estado dispuestos de otra manera. Ella y él, mirándose. Quizás sienta la necesidad de ver a personas dialogando. Tomar una hebra de ese diálogo y proyectarlo.
La chica es como una isla del ártico. Continúa mirándose hacia adentro. A su lado se sienta una mujer de más de cuarenta años con una niña, que debe ser su hija o nieta, y parece tener la misma edad que la mía, tres años. Dejémoslo en la abuela. He notado que puedo adivinar la edad de los niños. Supongo que es una facultad que heredé al ver crecer a mi hija. La niña está medio dormida, sin embargo, su presencia y la posibilidad de que despierte provoca un inmediato encogimiento de la chica contra la ventana. El rechazo hacia la criatura la revive. Deduzco que tiene una hermana pequeña o que quizás no quiere ser madre. Debe ser de las chicas que prefieren los perros, antes que las personas. No quiere compartir. El perro emite un ladrido breve y la niña despierta.
Hay alfajores a la venta. Esta vez toca la quena un chico, casi adolescente. La madre con la hija, que van al frente, se dan besos breves. Mi atención sigue en la chica de adelante que ahora parece absorta por el perro. Paramos. La chica baja. Con una mecánica ya aprendida, espero que pase para seguir su trasero. Luego de aquel arrebato me cuestiono lo irrisorio de enamorarse en cinco minutos de chicas veinte años menores y esa puta idea me saca una sonrisa.
El señor con rosácea y el perro han desaparecido. El tren parte y regreso a la ventana a buscar el final de esas historias inconclusas. La oficinista y la chica punk están de la mano. El hombre que arreglaba un viejo auto ahora toma el té con la mujer, a quien sólo se le ve la mitad del cuerpo. Los niños siguen jugando a la pelota. La cama elástica está vacía y las niñas acarician el perro pequeño del viejo con rosácea. Hay una ambulancia frente a la piscina.
Rodrigo Ramos Bañados, (Antofagasta 1974) Periodísta. Ha escrito las novelas Alto Hospicio (2009), Pop (2010), Namazu (2015) y Pinochet Boy (2016). Este 2017 publicará la novela Ciudad Berraca, por la editorial Narrativa Punto Aparte. Actualmente está radicado en Valparaíso.