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El delirio nihilista de los aldeanos: texto de Manolo Bellott

¡Estamos muertos! ¡Es el fin! ¡Estamos acaba­dos! Hasta aquí llegamos… Son frases comunes en ciertas películas de acción, de suspenso…, cuando los protagonistas se ven acorralados por un peligro o riesgo inminente. O la mirada perdi­da ante la abrumadora fuerza opuesta que viene a aniquilar a los estelares, el shock de estar fren­te al muro o en el borde abisal. La sensación de estar perdidos y sin esperanza alguna es incre­mentada por efectos de sonido y enfoques de cá­mara, mientras el espectador queda atrapado en la escena en una convulsión interna de miedo, pavor, tristeza abrumadora, hasta la resignación.

La escena, que en la mayor parte de esas películas dura escasos minutos, incluso segundos, concentra la totalidad de las emociones de toda la trama. En esa misma escena, un fragmento casi imperceptible en cuanto imagen y sonido, se en­trona con la idea de la nada, la muerte de la fe, la evaporización de la esperanza, la ausencia del sentido de la vida, el sentido del telos de la huma­nidad extraviado, todo está perdido. Una especie de slow motion, a la que Einstein podría darle la medida de la eternidad; una ralentización súbita e inminente que lo congela todo hasta el punto de extraviar el sentido mismo de la trama.

Ahora, cómo un fragmento de intenso desen­tendimiento del mundo, es la parte crucial de la trama, cómo el clímax de la historia se concentra en el punto del total e indiferente desapego en la escalada de derrotas. Más aún, cómo fascina al consumidor de cine, la trama aquella donde todo conduce a un momentum en el que los hé­roes deben enfrentarse usando “el resto de sus fuerzas” a la fatalidad. Cómo es que el pávido es­pectador desprecia al spoiler que le anuncia que sus héroes sobreviven y superan los males, más todavía, si se le previene de cómo la fatalidad es vencida.

El espectador no quiere saber que hay después del clímax, ese que se esparce como polvo blan­co en las carteleras y los adelantos, no quiere sa­ber qué ocurrirá después, pues su fe está puesta en el momento de la incertidumbre. Quiere es­pectar y recrear en sí la sensación de su ausen­cia –vaya contradicción–, quiere ser el centro de todo y proclamarse vano, dejar por sentado para sí lo intrascendental, abandonarse de sí mismo.

¿Acaso no andaba por ahí, casual, extraviado ya de sí? ¿No andaba indiferente de su sed y su tos seca, fruto de un carbonatado aire? ¿Acaso no estaba ya dopado por la espera en su calendario lineal, anestesiado por los artefactos de su con­temporaneidad, arriado por la vara del competi­dor, asido a una quimera de aguardar la eternidad? Un fantasma poseído por un cuerpo al que adormece con caramelos sonrientes o la inactiva hiperconectividad.

Trump ganó, Colombia votó no, Bretaña dejó la unión y la China está en el Illimani. En el realli­ty show ganó Juan cuando debió ganar María, el productor se equivocó, dejó en manos del roma­no pulgar elegir a quien vestir de lauros. ¿La de­mocracia? Bien gracias, búscate otra. A la aldea la cruzan autopistas, el polo norte es un helado derretido, Alemania cambió al hombre radioac­tivo por el leñador de carbón de roca, tú tienes sed, ella tiene sed, nosotros tenemos sed, Vene­zuela tiene hambre y a México le faltan cuarenta y tres y aumentando. ¿Qué tiene que ver esto con el clímax de la historia? No sé. Tú querías una trama sin alcahuetes que te avisen que pasa después. ¿Cuál será el momento preciso en el que llegarás a la cima de la historia? No sé. ¿Tú sabes?


Manolo Harris Bellott (Bolivia, 1981). Licenciado en Filosofía de la Universidad Católica San Pablo. Miembro de la revista boliviana de Poesía y Arte "Heroína".

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