top of page

La otra cara del paraíso: relato de Patricia Requiz Castro

EDÉN #1631

(fragmento)

Domingo 12 de agosto. Todos asistimos al culto, menos papá, quien de seguro está sentado en calzoncillos, oliendo a yogurt agrio, tecleando como loco, hipnotizado, sucio, irreconocible y extasiado. Quisiera sacarle una foto, papá lo amaría, gritaría: ¡Ana, ven a acá y mira la foto que saco la niña!, ¿No es acaso maravillosa? Mi estado puro, en la propia gloria del verdadero artista. Y mamá lo miraría con repugnancia, torcería los labios, tragaría saliva, no ve al artista, no reconoce a su esposo, no ve absolutamente nada.


En la iglesia lo mismo de siempre, alabanzas de ocho y media a diez de la mañana, oración por las ofrendas y diezmos, oración por los recién nacidos, bienvenida a los nuevos miembros… ¡Levanten las manos los nuevos hermanos… vamos, venga, suba y oraremos por usted y su familia… vamos anote su nombre, su dirección y su número de teléfono que queremos escuchar lo que le aflige… queremos saber también la cantidad de fondos de su cuenta bancaria… vamos, venga, anótese a un grupo de evangelización, el que le guste más, con el hermanito que más cómodo se sienta… vamos, no sea tímido hombre, que todos queremos verlo! Entonces ves como en medio de ese mar de personas van levantando las manos, algunos gritan, otros lloran y algunos solamente asienten la cabeza con una sonrisa falsa porque no quieren estar ahí, porque no quieren cantar ni bailar, ellos no buscan la salvación, ellos no quieren nada de eso, es domingo en la mañana y solo quieren estar acostados más tiempo en sus camas sanando la resaca o viendo caricaturas antiguas en el canal local, pero están ahí entre el éxodo y la Primera carta de los Corintios, apestando a alcohol y tirándose gases. Los hermanos los abrazan, los llenan de besos en las mejillas, los invitan a bailar y a saltar alrededor de toda la iglesia, algunos se animan, otros no, otros se disculpan educadamente, siempre con esa sonrisa falsa. Pero no, los hermanos insisten e insisten, como si al conseguirlo serían bendecidos por la misma mano de Dios. Entonces me imagino tomándolos por las manos, apretando fuerte sus muñecas y gritando: ¡Déjenlos! que no ven que debe arderles el culo de tanta vergüenza.

Después de todo el show viene hora y media de prédica, solo que esta vez el pastor dijo que hoy sería un domingo diferente, que presentía que muchos de los congregados estaban en conflicto con alguien cercano. ¡Oh no!, debiste ver los ojos de mi madre, le brillaron como diciendo ¡Aquí, Aquí! Ana, la del conflicto ¿y con quién? Con mi padre desde luego. Pasen al frente todos aquellos que quieren solucionar ese conflicto, dijo el pastor, pasen adelante los que quieren romper las cadenas demoníacas del rencor, vamos hermanos alcen las manos, dejen que el poder de Dios restaure todo el dolor que han sentido, que se rompa todo yugo de ira y se derrame el perdón sobre vuestras familias. Y ahí estaba mamá, alzando los brazos, con los ojos bien cerrados, sacudiéndose de un lado a otro, llorando y pidiendo a gritos que papá se salve, que no se pierda. Y ahí estábamos nosotros, cerca de la puerta, mirando como mamá se perdía entre la multitud, mirando el reloj que marcaba más de las doce, mirando a los ancianos revolcándose en el piso, llorando como niños y golpeándose el pecho repetidas veces, mirando al pastor con su elegante traje de dos piezas y el pisa corbata de color oro brillando en cada salto que daba. Carlitos apretaba mi mano y me decía: Tengo hambre, dile a mamá que nos vamos. Cómo decirle que ella no se moverá de ahí hasta que el pastor dé la orden, como decirle que ella ignora que tiene hambre, que está cansado y que solo quiere regresar a casa.

Yo no Carlitos, yo no quiero regresar a ese hoyo oscuro al que nos han obligado a vivir, al que retornamos al final del día a paso de marcha fúnebre, pero tampoco quiero estar en este lugar con su olor a desinfectante de baño saliendo por la puerta, impregnando a cada uno de sus miembros, quienes de seguro llegaran a casa convencidos de su inmortalidad, golpeándose el pecho con la seguridad de quien tiene el ticket first class al paraíso, orando antes de cada almuerzo para que ninguno de sus alimentos les provoque disentería y puedan estar saludables para ir al trabajo o a la escuela y puedan predicar sin problema que todos somos pecadores y culpables, que nadie lo esta haciendo bien en este mundo excepto ellos, que nadie es perfecto pero que en su imperfección ellos si son agradables ante los ojos de Dios y así convencernos de unirnos a la cofradía de engreídos con camisas planchadas y dentista una vez al mes, con sus seguros de vida y hogares impecables. Quizá nos equivocamos y por eso mamá lucha por pertenecer, ser igual que ellos, tenerlo todo, tener el lujo de lanzar la primera piedra y no sentir culpa, sentirse con la libertad de apuntar con el dedo y amputar con las manos. No tenemos nada de lo que ellos tienen, no somos ni la mitad de lo que ellos son, no queremos lo que ellos anhelan con tanta ansia y pecamos el doble de lo que ellos quieren admitir, entonces mamá se avergüenza y esconde la cabeza cuando papá escribe, habla, respira o se mueve. No tenemos seguro de vida y no tenemos el corazón tan puro que nos hermosee el rostro, lo tenemos deformado y por eso no nos sentaremos a la diestra del padre.

Patricia Requiz Castro (Cochabamba/Bolivia. 1989). Abogada, Narradora. Dirige la editorial Escritorio Acrónimo. Su trabajo narrativo aparece en antologías como “Las batallas del pan cuentos desde la masa” (Yerba mala Cartonera. 2009), “Heroínas sin coronilla” (Yerba mala Cartonera. 2010), “Torre de Ideas” (Editorial Torre de papel. 2012) entre otras. El 2014 publica la colección de cuentos “Los lunares de Crawford” a cargo de la editorial Yerba Mala Cartonera. El 2016 gana el Premio nacional de cuento Adela Zamudio con su relato “Edén # 1631”.

bottom of page